Tras una semana por la tierra patria pasando frío y retomando las buenas costumbres del tapeo, el cañeo y el copeo, viendo a mi querido Atleti dar una de las grandes alegrías del año a sus sufridos seguidores y compartiendo las horas con la gente que echo de menos, por fin ha llegado la primera incursión en territorio americano.
Y el resultado no podría haber sido mejor. ¿El destino? Miami, o la ciudad del acuífero.
Ha sido un finde intenso. El viernes por la tarde aterrizaba la expedición panameña en suelo estadounidense. Tres integrantes: Mar, Nacho y yo. En esta ocasión nos dejamos al cuarto mosquetero, si bien nos acordamos mucho de él. Tras pasar los múltiples controles de todo tipo en el aeropuerto, pillamos un taxi con dirección a casa de Rebeca en Miami Beach. El poco tiempo que estuvimos en la calle ya nos llamó algo la atención: ¡¿desde cuándo hace frío en Miami?!
Tras instalarnos en su casa y hacer las pertinentes presentaciones, una duchita y a cenar. En el restaurante conocimos a unos pocos españoles más afincados en la ciudad, así como a una de las becarias de Washington. La ensalada que me pedí no tiene precio a la hora de guardar la línea: un lecho de lechuga sobre una base de patatas fritas, tomates cherrys y todo ello coronado con un filetaco troceado que estaba de cine.
De allí nos movimos a la casa de otro español (aún sigo preguntándome cuál de todos los que estaban allí era el que vivía en el piso) para empezar a regar el cuerpo por dentro. Al parecer las buenas costumbres piratas han llegado hasta Miami y corrió el ron con alegría entre la numerosa tripulación que se había congregado en cubierta, o lo que es lo mismo, la pedazo de tropa de más de 50 españoles que había allí poniéndose tibios. Y es que la primera sensación que nos transmitió esa estampa es que la vida del becario miameño es como un Erasmus, jajaja
Cuando el alcohol empezó a escasear fue hora de ir a algún garito. Acabamos en uno con música de un estilo desconocido para mí (¿rock? ¿indie?), pero que con las copas y la nutrida y animada compañía que llevábamos se convirtió en perfectamente adecuada para pasarlo bien mientras bailábamos o aprovechábamos para conversar con algunos de los españoles miameños.
Finalmente las luces se encendieron y un negro enorme nos invitó amablemente a abandonar el local mientras nos arrimaba su crecido vientre.
En la mañana del sábado había puestas grandes expectativas: era el gran día, el día de la fiesta en el catamarán. Lamentablemente, el día amaneció nublado. Pintaban bastos. Aún así nos preparamos y nos fuimos a desayunar a una terracita de Miami Beach para coger fuerzas. Buena ración de huevos nos metimos entre pecho y espalda. Después de que la camarera calculara la integral triple de cómo cobrar 40 dólares en una tarjeta y 20 en otra (sí, el desayuno era caro y no, la cuenta no era tan difícil) y aun así equivocarse, pusimos rumbo al embarcadero mientras mirábamos de reojo al cielo.
Tras un largo rato esperando y deliberando sobre la mejor opción, se decidió aplazar la salida del catamarán al domingo, día para el que el pronóstico anunciaba mejores condiciones climatológicas. ¿Y qué hacer entonces? Pero la organización del evento enseguida apareció con una solución: "¡Vamos a mi casa!" Afortunadamente sólo nos apuntamos al plan un pequeño grupo de los cerca de 100 españoles citados para el catamarán (sí, sí, 100 españoles). Eso sí, ¡menudo planazo! Resulta que los organizadores vivían en un pedazo de edificio que parecía un hotel, con un jardín que parecía un parque, con tienda dentro del edificio y con dos jacuzzis y una piscina con unas vistas del mar y de Miami acojonantes.
Soplaba un viento un tanto fresco, estaba nublado y llevaba jersey. Pero tras pensármelo un rato, acabé en el jacuzzi con los demás. ¡Ay omá, qué rico! El agua calentita, las burbujitas...y por supuesto un ron en la mano. Empezó a llover... ¿y a quién le importa eso en un jacuzzi en Miami? Llegaron las hamburguesas que habíamos pedido... pero qué bien se estaba en el jacuzzi, la hamburguesa podía esperar. Como la lluvia arreciaba, nuestro anfitrión propuso subir a su casa (con lo a gusto que estaba yo en el jacuzzi...). Allí se improvisó una fiesta (música, ron, gente animada, un Twister...) en un apartamento de no sé qué piso con unas vistas de Miami Beach bastante guapas. Ni el arco iris se lo quiso perder.
Cuando se fue el sol, iba siendo hora de pensar en recogerse cada mochuelo a su olivo para una duchita y aprestarse a salir again. Tuvimos algunas bajas por el camino, así que tuvimos que echar Nacho y yo un mano a mano. Nos juntamos con unos cuantos españoles del grupo miameño para ir a un garito sin ningún tipo de glamour, de música indefinida (en este caso no sé si la conocía o no, simplemente no la recuerdo muy bien), pero divertido. Fue una noche con varias anécdotas, unas cuantas rondas y algún que otro chol in. Una vez más, tuvieron que encender las luces para que nos marcháramos a casa.
El domingo por fin amaneció soleado, aunque frío. Sin tiempo más que para comprar algo de alcohol y unas galletas que asentaran un poco el estómago, rumbo al embarcadero una vez más. Poco a poco fueron apareciendo nuevamente los 100 españoles que íbamos a participar del evento. Al haber llegado pronto, pudimos escoger barco: el Great White. Metimos la bebida en los congeladores y empezamos a movernos al ritmo de la música del dj de a bordo con la primera cervecita del día. No se hizo esperar la primera baja del día (móvil al agua), pero afortunadamente no hubo ninguna más.
Navegamos por entre islitas y enormes cruceros hasta llegar a un pequeño islote cubierto de palmeras donde echamos el ancla. Allá estuvimos, copa va copa viene, con la musiquita y el buen rollo. ¡Chooolujo! (o lo que es lo mismo, mucho lujo;)
El tiempo pasó volando. A la isla fueron llegando pequeñas embarcaciones que querían estar cerca de semejante fiestón. A media tarde emprendimos la vuelta. Los efectos del alcohol se dejaron notar y todo el mundo bailaba barco arriba barco abajo. ¡Un fiestón!
Se podría pensar que con esto el expediente del domingo estaba cubierto, ¡pero no! Nos montamos en el descapotable de Pedro (junto con Barce, el núcleo duro de la organización: mil gracias chicos) para ir a un restaurante español: La Giralda. Casualidades de la vida, el domingo 28 de febrero coincidió con la fiesta del día de Andalucía y había rebujito a cholón, sevillanas, un tipo con una guitarra... y claro, con tanto español, se armó la marimorena. Palmas por aquí, bailes por allá, hubo quien se arrancó a cantar incluso. Un colofón a un domingo muy grande.
De allí fuimos a casa, ducha y salimos a cenar a un cubano de por allí cerquita. Alguien habló de una Full Moon Party en la playa, pero las pilas no daban para mucho más.
Fue un finde increíble. ¿Que cómo es Miami? Ni idea. ¿Qué he visto de Miami? Nada. ¿Que si volvería? No sé ni por qué me fui.
P.S.: Mil gracias Rebe, a ti y a toda la gente de Miami