lunes, 5 de abril de 2010

¿Dónde está Panamá? Behind, behind the musgo

Era casi medianoche. Anita y yo llevábamos más de una hora esperando: el vuelo llegaba con retraso. Ella había llegado a Panamá el día anterior. Después de un largo viaje, tuvo el valor de aventurarse conmigo en la noche panameña y juntos fuimos a disfrutar del acordeón de Ulpiano Vergara (alias "Alipio Ramos"), quien tocó un gran repertorio de típico, un baile muy de aquí, ante un público cuya media de edad rondaba los 50 años. Una experiencia que la sumergió de lleno en el ambiente de la ciudad y que seguro que no olvidará fácilmente.

Por la mañana nos habíamos ido hasta el mercado del marisco para hacernos con unas gambitas que nos comimos en compañía de Mar y Nacho. Ricas, ricas. Igual que rico fue el paseo al sol que nos hicimos de regreso por toda la Avenida Balboa. ¡Cómo apretaba el Loren, eh Anita?


Empezaron a aparecer los primeros pasajeros del vuelo de Iberia y, por fin... ¡ahí están! Una tras otra, siete caras marcadas por el cansancio desfilaron ante mí entre abrazos. "¡Qué lejos está esto!" "¿Pero adónde coño te has venido?"... fueron algunos de los comentarios más repetidos. Pero a esas alturas lo importante era que ya estaban aquí.

Venían hambrientos, por lo que sin entretenernos más que en soltar las maletas en el piso que comparto con Víctor, nos lanzamos al único lugar que vimos abierto: el Pío Pío. Cenamos lo que buenamente pudimos y rápidamente, para no dar tiempo al cansancio a hacer mucha mella en la moral de la tropa, subimos a ducharnos para coger fuerzas de cara a la noche que aguardaba.

La zona de calle Uruguay era el destino ideal: hay música, ron y quedaba cerca. Nos decantamos por un local llamado Pure. Ya en la terraza, que por cierto estaba bastante animada, las botellas de ron Abuelo fueron cayendo. A pesar de la paliza del viaje, faltó poco para que nos dieran las llaves del garito para cerrarlo (¡cierrabares!). Eso sí, después de que la cuenta de las botellas supusiera un pico mucho mayor de lo esperado.


Al salir del garito, y tras el primer gol de Ana Fucker, el sol nos recibió cual si de la salida del Coco Loco en Gandía se tratara. Ahora bien, no contentos con cerrar un garito, fuimos a otro: Velvet. Pillaba camino de casa, por lo que prácticamente fue una parada obligada.

Y como los chicos estaban muertos después de más de 24 horas sin dormir, nos fuimos a casa. Que nooo, que os lo creéis todo. Tras dar un poquito la nota por la calle, nos metimos al Dunkin Donuts a desayunar. Entra donuts, cookies, cafés y hacer el tonto cuando llegamos a casa, nos dieron tranquilamente las 8:30 de la mañana.

El domingo nos levantamos pasado el mediodía para ver el derbi madrileño: Real Madrid-Atlético de Madrid. Les llevé a Bennigan's, un irlandés donde encontramos una zona de sofás pensada para nosotros. Allí lo vimos muy ricamente mientras comíamos y nos tomábamos unos cuantos ejemplares de una de las cervezas locales: la Balboa.


Por la tarde aprovechamos para hacer algo de turismo. Un paseo por Casco Antiguo y unas cervezas en Causeway fueron el plan ideal para ver los lugares más populares de la ciudad. Como colofón, una cena de cocina típica panameña en El Trapiche. Ricos el sancocho y el pescadito, ¿no? De ahí se tocó retirada y todo el mundo a dormir.


Y llegó el lunes. Mientras yo fui a currar, di orden al comando de poner rumbo al Canal. Mi mañana pasó sin gran novedad. A la hora de comer nos juntamos de nuevo. La terraza del PesKito estaba tan cerca que me pareció la mejor opción. Tras una comida regada con alguna cerveza, llegó la hora del postre: una botella de Abuelo. Empezamos con los cánticos. "Urí, urí, urí..."


Como había que devolver la furgonetilla que habíamos alquilado, aprovechamos para visitar el centro comercial Multiplaza que pillaba cerquita. Se trata del centro comercial más pijo (o yeyecito, como le dicen acá) de la ciudad y donde se concentran todas las marcas: Tiffany, Cartier, Bulgari, Louis Vuitton, Tommy Hilfiger, Hugo Boss... De regreso a casa pasamos por los lugares que más frecuento aparte de la oficina: el súper y el gym.

Al llegar al apartamento echamos una partida de muerto de todos contra todos. Anita causó baja para la noche. Quedamos ocho chicos. Puro campo de nabos. El plan estaba claro: casino y puti.

La primera parte de la noche tenía un objetivo claro: 240 dólares de ganancia para sufragar la entrada al club ese donde siempre se liga. Para ello nos repartimos entre la ruleta y la mesa de black jack. Tras poco tiempo allí, comenzaron las buenas noticias: íbamos ganando en la ruleta. 70 pavos, 100, 150... ¡vámonos! Una retirada a tiempo es una victoria.

Con el bolsillo un poco más pesado llegamos a la puerta del Elite. No teníamos flyers como en los buenos tiempos, pero el portero esta vez no puso ningún reparo a nuestro atuendo y nos invitó a entrar amablemente. La broma era barra libre a 30 por barba. Barra libre de ron... los demás caprichos aparte. Al entrar había muchas señoritas tiradas por los sofás. Menuda indignación, que en un sitio de estos también hubiera que entrar a las tías. ¡Lo nunca visto! Al margen de eso hubo quien hizo amistades, estudios de mercado, evaluación de daños... pero nadie con tanto tacto como el putero. ¡Qué manejo de las manos el tío! Imagino que habrá más de uno (y quizá de una) ávido de detalles sobre la noche. Esto os digo: ¿Querés saber? ¿Querés? ¡Pues no podíssss! ¡No podísss!

A la mañana siguiente un servidor tuvo que levantarse para ir a la Oficina mientras que otros tenían prevista una emocionante excursión al río Chagres para tirarse por unos rápidos y conocer una aldea de indios emberá. Al parecer no resultó tan emocionante como se preveía el día con los tubos...Tras los excesos de la madrugada anterior, una siestecilla vino bien. Por la noche, estábamos invitados a cenar en el área social del piso 51 de la torre Destiny, desde donde se domina prácticamente todo Panamá. Las pizzas casi que fueron lo de menos. Lástima que de noche no se aprecien igual de bien las vistas que hay desde esas alturas. No obstante, fue una bonita estampa para llevarse a la cama. Al día siguiente tocaba madrugar.

Ya estábamos a miércoles. Mitad de semana. El tiempo volaba. Aún así, a las 4:30 am a buen seguro que alguno habría seguido durmiendo un ratito más con mucho gusto. Pero no había tiempo. Los taxis llegarían a las 5 para llevarnos al aeropuerto de Albrook, desde el que parten los vuelos regionales. Poco más tarde de las 5:30 estábamos todos allí ya. Facturamos. La "tarjeta de embarque" parecía un cartón de la tómbola para el perrito piloto. Con semejante cartel numerado me sentí por un momento como la chica de las decenas de millar del sorteo de la ONCE, sólo que ella está mucho más buena.


Mientras esperábamos para embarcar nos inyectamos un poquito de cafeína con un café de Boquete, rico rico. Entre sorbo y sorbo, apareció él. Esos ojos azules, ese porte característico de quien está habituado a surcar los aires, ese acento español... ¿que quién es él? ¿que en qué lugar se enamoró de ti? Pues toda esta historia empezó el sábado por la noche que salimos por Pure, donde conocimos a Pablo, un español que trabaja de piloto en Panamá, y al que sus amigos también habían venido a visitar desde la madre patria. Casualidades de la vida, o no tanto, también iba a llevarles a Bocas del Toro, destino de nuestro viaje.

Al entrar en el avión, de no más de unas 35 plazas y con una hélice en cada motor, comenzaba la segunda parte del viaje. Esa en la que dejábamos atrás la ciudad y nos dirigíamos a la zona más turística del país, donde yo ya había estado pasando Nochevieja y los primeros días del 2010, para centrarnos más en lo que vienen siendo las playas y el Caribe. Unos 45 minutos después de sentarnos, estábamos aterrizando en el aeropuerto de Isla Colón. Al bajar, dos cosas para el recuerdo: el tipo que repartía paraguas al salir del avión (estaba lloviendo) y la cinta transportadora último modelo para el equipaje (una puerta de medio metro cuadrado en la pared por la que iban metiendo las maletas).

En el mismo aeropuerto ya nos asaltaron para ofrecernos los distintos tours para conocer las playas de la isla y alrededores. Como la oferta parecía razonable, dejamos que nos llevaran en taxi al hotel mientras meditábamos el plan para los siguientes días. Tras minuto y medio de trayecto nos plantamos en Las Brisas, nuestro hostal. Subimos a la habitación. Una sola habitación para los 10 (Manel llegaba a la mañana siguiente). Y la terraza...¡qué terraza!


Gracias al madrugón, aún era temprano y el día podía dar mucho de sí. Lo primero, hacer la compra. Al día siguiente, y con motivo de la Semana Santa, el gobierno había declarado día y medio de Ley Seca. Esto es, se prohibía vender bebidas alcohólicas en ningún sitio así como todo tipo de actividades bailables (lo que se traducía en que las discotecas debían cerrar). Por tanto, nos aprovisionamos bien comprando cerveza y ron a cholón.

Hechos los deberes, el siguiente paso era decidir en qué orden haríamos las excursiones para que Manel pudiera disfrutar jueves y viernes de las más guapas. Tras una ardua integral, conseguimos deducir que lo mejor para ese día era un tour que nos llevaría a ver Punta Caracol (unas cabañitas encima del agua muy chulas), la Playa de las Estrellas y la playa de Boca del Drago. Llenamos el cooler todo lo bien que pudimos y nos subimos al bote con nuestro capitán al mando del motor. El cielo no acompañaba mucho (gris y amenazando lluvia), pero nos queda el consuelo de que gracias a eso no nos quemamos más. Primero pasamos por Punta Caracol y de ahí pusimos rumbo a la Playa de las Estrellas. Estrellas de mar no había muchas, pero lo que sí que hubo de sobra fue humor. El show del Toci será recordado por mucho tiempo, en especial su vídeo parodiando "El último superviviente de José Mota". ¡Wonderful! ¡Qué grande Osquitar!


Entre cervecitas y roncitos pasó la mañana muy ricamente, sin parar de reír. Para la hora de comer nos trasladamos a la playa de Boca del Drago, donde había un restaurante de cositas ricas: cangrejo, langosta, gambas...y hasta ensaladas. En el tour estaba previsto también acercarse a ver Isla Pájaros, pero la tormenta que se avecinaba desaconsejó aventurarse por esos lares. Así pues, pusimos pies en polvorosa de regreso a Bocas. Aprovechando las últimas horas de "ley húmeda" hicimos escala en el Aqua Lounge, un garito de madera sobre el mar situado en la costa de enfrente de Bocas. Las cervecitas con la puesta del sol supieron muy ricas.


Con el cielo ya oscuro y alguna estrella asomando tímidamente entre jirones de nubes, iba siendo hora de pensar en recogerse para ducharse e ir a cenar. La terracita donde finalmente nos sentamos tenía muy buena pinta. La cena estuvo bastante buena. El servicio no tanto. De ahí la trifulca final por la propina con las camareras.

Los miércoles había ladies night en el Aqua Lounge, así que allá que fuimos. Aquello estaba hasta la bandera. Mucha gente, mucho calor, mucho gringo de spring break... y el piloto y sus amigos por allí también. Bocas no es muy grande, así que resultaba obvio que nos acabaríamos encontrando por todos lados. Eso aparte de que los españoles tenemos cierta tendencia a juntarnos allá por donde vamos.

A medida que avanzaba la noche y el nivel de alcohol hacía lo propio, los saltos alocados en cada canción hacían temblar el suelo de madera del local. Hasta que pasó... una tabla cedió y un tipo casi acaba en el agua. Poco a poco el punto álgido dio paso al momento de la retirada. Pillamos un bote y en menos de un minuto nos plantamos en el Barco Hundido, la discoteca de Bocas. Aunque aguantamos un buen rato, la música y el ambiente estaban pensados más para gente local que para nosotros.

Destacar esa noche a Anita, que con su fiebre a cuestas, dio el callo y se pegó su fiesta como la que más. Todos conmigo: ¡¡A-na, A-na, Fucker, Fucker!!

¿Y Manel? ¿Habría llegado bien a Panamá? ¿Habría encontrado mi casa? ¿Tendría algún problema al día siguiente con el vuelo a Bocas? No eran ni las 8:30 del jueves cuando ya estaba llamando a la puerta de la habitación para encontrarse con nueve cuerpos que yacían inmóviles en las camas. ¡Qué alegrón! Ya sí que estábamos todos.

A medida que fuimos siendo persona de nuevo, dimos la bienvenida a nuestro newyorker favorito. Para ese día, un nuevo tour aguardaba: la bahía de los delfines, Cayo Coral y Playa Red Frog.

La mecánica, la misma que el día anterior: llenar el cooler y subirse al bote para partir. La primera parada fue en una bahía donde unos pocos delfines asoman sus aletas de vez en cuando mientras una decena de botes repletos de turistas les persiguen para hacer una foto. Una estampa un tanto triste. Por el camino habíamos aprovechado para tirar de repertorio y enseñar al recién llegado las canciones del viaje.

De allí nos dirigimos a Cayo Coral, donde nuestro capitán prometió llevarnos a un lugar especialmente bueno para hacer snorkel. Previamente paramos en el restaurante (una vez más, un chiringuito de madera sobre el agua) donde íbamos a comer para ir pidiendo la comida, que nos tendrían preparada a nuestro regreso: dos de langosta, dos de gambas, dos de langostinos, dos de arroz con marisco, dos de pescado... Hechos los recados, Jorge, nuestro capitán, nos llevó a una roca solitaria en mitad del mar donde ningún otro bote de turistas había fondeado. Ciertamente el coral que vimos está bastante guapo, los colores muy chulos, se veían bancos de pececillos... como única pega, que la profundidad del agua era muy pequeña y había riesgo de chocar con el coral al nadar sobre él. A petición nuestra, fuimos después a otro lugar donde había mayor profundidad y más gente. Si bien era más cómodo y se veían colores muy bonitos, el snorkel no fue tan espectacular.


Tras la paradita para ponernos las botas a marisquito y pescado rico, nos encaminamos a Playa Red Frog. Para llegar a esta playa hay que atravesar una zona de manglares y después caminar durante unos 10 minutos desde el punto donde se encuentra el muelle. La playa debe su nombre a una especie de rana roja diminuta característica de la isla. Resulta muy complicado encontrarlas, por lo que para verlas hay que recurrir a los niños que las llevan guardadas en hojas de árbol para mostrarlas a los turistas. De lo visto en Bocas, ésta es la que más se puede asemejar al concepto de playa que hay en España (extensión grande de arena para tomar el sol, pasear por la orilla, jugar a voley o lo que sea...), salvo por el pequeño detalle de que donde acaba la arena comienza la selva, no el paseo marítimo y los restaurantes.

El día no dio para más y emprendimos el regreso al pueblo de Bocas. Al llegar, a pesar de la ley seca, mientras unos se quedaban echando la siesta, otros nos aventuramos a probar suerte y pedir unos combinados. No encontramos mayor problema para que nos sirvieran. Regresamos a por el resto a la habitación para ir a cenar a un restaurante italiano donde un siciliano se hace cargo de la cocina. Estaba todo riquísimo, pero pedimos tanta cantidad que sobró casi una pizza entera. Tras el atracón, unos a dormir y otros a pasear para bajar la cena. De salir ni hablamos: todos los garitos estaban cerrados por la ley seca.

Y sin comerlo ni beberlo (es un decir), estábamos a viernes. Mientras unos bajaban al chino a por unas galletitas para el camino y otros preparaban la carga del cooler, nuestro bote aguardaba para llevarnos al tercer y último tour. Destino: la isla Cayo Zapatilla.

Fue un viaje largo, de unos 45 minutos en bote. A medio camino hicimos la pertinente parada en otro restaurante sobre el agua para hacer el pedido de la comida. Allí coincidimos con un grupo de españolas que nos encontraríamos esa misma noche. El menú, pues similar al de otros días: pulpo, langosta, gambas, pescado, arroz, patacones...

En el último tramo del trayecto comenzó a llover, diluvió durante unos minutos y volvió a ser lluvia normal. Llegamos a la isla y nos encontramos a todos los turistas de los otros botes resguardados bajo los techos de las dos construcciones que había en la isla. ¿Y nosotros que hicimos? Pues lo lógico en estos casos, servirnos un roncito y bañarnos en el mar, que puestos a mojarse, qué más da cómo. En estas andábamos cuando dejó de llover, cosa que no notamos demasiado. Lo que ya nos afectó más fue cuando la botella de medio galón de ron se secó. Entonces decidimos dar un paseo para conocer la isla. Preciosa la playa, larga como ella sola, con las palmeras al borde de la arena. Y mítica la foto con la cámara apoyada sobre un tronco que no se acabó llevando el mar de puro milagro.


De vuelta hacia el restaurante, una de cánticos populares. Eran cerca de las 4, hora intempestiva para comer por estas latitudes, por lo que estábamos solos en el local. Durante la hora de la siesta empezaron los clásicos "¡Camarero! ¡Una de champiñones!" y similares. Al llegar al embarcadero del hotel algunos nos tiramos al agua desde el bote y nos pusimos a jugar con una pelota cortesía del merchan de María (lo siento, pero no puedo hacer publicidad de Cutty Sark, jajaja). Y por supuesto seguimos con las canciones, alguna dedicada a cierto personaje conocido: "...no seas tan bobo..."

A la hora de la cena hubo división de opiniones y, mientras alguno se quedó durmiendo, el resto cogimos fuerzas. A medianoche terminaba la ley seca, así que esa noche tocaba jarana. Comenzó el carrusel de duchas y copas. Como colofón, un pregunta-peta en la terraza que acabó con todos cantando y dando botes hasta que una de las tablas soltó un chasquido muy sospechoso y decidimos que iba siendo hora de salir. Al parecer, sólo un garito se había decidido a abrir: el Barco Hundido. Así que allá que fuimos. Obviamente, estaba, como diría Hulk, hasta las encerretas de una multitud enfervorecida.


Comenzó a llover, así que todo el mundo se resguardó bajo techo, lo que contribuyó a que hiciera aún más calor. Por entre el personal nos encontramos a un nutrido grupo de españoles que vivían en Costa Rica y estaban allí de vacaciones, al piloto y sus colegas con los que acabamos echando unas risas y a algún que otro panameño ilustre. De cómo se dio la noche habrá que ir preguntando puerta por puerta. Lo que sí es cierto es que esta vez la música fue más bailable y la concurrencia más multinacional que la vez anterior. Con tanto español suelto resonaron cánticos típicos como el "Yo soy español" o el afamado "Alcohol, alcohol..." Los pobres panas flipaban un poquito... Las canciones siguieron en la calle con el garito cerrando, hasta que la policía apareció para poner un poco de orden y no tuvimos más remedio que retirarnos a nuestros aposentos. La última noche en Bocas llegó a su fin.

El sábado era el día de la contrarreloj por equipos en la vuelta a Panamá. Estaba previsto que aterrizáramos en el aeropuerto de Albrook a las 17:45 y a las 19:30 teníamos que estar en el de Tocumen, previa recogida del coche de alquiler y de las maletas, para que el grueso del equipo partiera de regreso a España. Eso nos dejaba una mañana en Bocas bastante tranquila para hacer alguna comprilla de recuerdos para los seres queridos, así como tiempo suficiente para un último espectáculo: el show de Javiti y las sillas a 8 pavos. "Y la y la y la lié, oh, oh, oh Y la y la lié..."

Nos sentamos a comer en un restaurante donde el camarero era un negro del tamaño de mi armario y el tiempo que tardaron en servirnos fue directamente proporcional a lo bueno que estaba todo. Todo ello amenizado con un debate sobre la coyuntura político-económica en nuestro querido país.

Sin tiempo para más, volvimos a tiempos del trueque para negociar un transporte hasta el aeropuerto a cambio de las cervezas que compramos el primer día y que nos habían sobrado. Afortunadamente el avión despegó sin retrasos y llegamos a Albrook sobre el horario previsto. Tras el exhaustivo control de inmigración (un tipo apoyado en un poste que revisaba el pasaporte) recogimos equipaje y nos dividimos en taxis para las distintas tareas. Recogida la furgonetilla, la cargamos con todas las maletas de los 7 magníficos que partían esa noche.

Todo fue sobre ruedas y nos plantamos en el aeropuerto de Tocumen con tiempo de sobra. Después de la facturación nos sentamos en la cafetería alrededor de las últimas Balboas. Hora de despedidas. Era el final de un viaje que difícilmente se nos olvidará y que terminó con la tónica general, unos a un lado del control de seguridad y Manel, Anita y yo del otro, al son de "El ca-ballo camina p'alante el caballo camina p'atrás..." mientras los guardias del control nos miraban y no podían parar de reír.

Con un poco de nostalgia en el corazón, los tres mosqueteros nos dimos media vuelta de camino hacia la ciudad de nuevo. Era sábado y su última noche en Panamá, así que habría que salir. Después de una cenita en el ya mítico Bennigan´s nos pasamos por calle Uruguay, pero tristemente los efectos de las vacaciones de Semana Santa saltaban a la vista: garitos cerrados, poca gente por la calle... vamos, que no había ni Perry. Aun así nos tomamos una copa en la terracita del Café Uruguay para aprovechar el paseo.

El domingo comenzó temprano. Manel tenía que estar en el aeropuerto a las 8, así que tocó madrugar. Una despedida más. Queda pendiente hacer una visita al newyorker. Ya sólo quedábamos Anita y yo. Como su vuelo de regreso era por la noche, decidimos ir a desayunar mientras pensábamos cómo aprovechar el día.

La cesta francesa del Petit Paris fue un buen reconstituyente para coger fuerzas: croissant o napolitana, pan con mantequilla y mermelada, zumo y café. Además deberían habernos servido una pequeña tarrina de yogur con frutos secos, pero parece que se les había terminado. Entre bocado y bocado planeamos qué hacer. Finalmente decidimos lanzarnos a la aventura e intentar llegar al Parque Metropolitano, un bosque enorme que está situado casi dentro de la misma ciudad. Lo encontramos. Obviamente, apenas nos dio para recorrer un pequeño sendero y hacernos una idea de lo que es aquello, pero tenía buena pinta. De allí nos fuimos a las tiendas del Causeway donde Ana pudo comprar algunos souvenirs. Comimos por allá y por la tarde ya regresamos a casa para que hiciera su maleta.

Un nuevo viaje camino del aeropuerto. El último de unos cuantos que llevaba en esa semana. Una última despedida. Esta vez coincidimos en Tocumen con Víctor, que iba a acompañar a su novia. La pobre, después de aguantar el tremendo jaleo de mis visitas, también regresaba a España con unos zapatos de más (gracias Mónica). Llegó la hora de que Ana embarcara. Mientras la veía alejarse en dirección a la puerta que le correspondía me di cuenta de que el salón de casa se había quedado nuevamente vacío...

P.S.: Gracias a todos los que hicisteis posible este viaje. Sé que tengo actualizar la entrada con fotos. Pero hoy... hoy no. Mañana ;)