El archipiélago de San Blas, en la comarca de Kuna Yala, está formado por innumerables islas de pequeño tamaño que salpican el Mar Caribe al norte de Panamá. Esta comarca está poblada por la etnia kuna y es administrativamente independiente del gobierno central. Esto es, los kunas tienen sus propias leyes y sus propios Congresos dentro de sus comunidades que son quienes les gobiernan.
Tras la pequeña introducción general, procedo a narrar los avatares varios que nos acaecieron. Y digo nos, porque Paloma está aquí conmigo en Panamá. De su llegada y cómo fui a recogerla con un coche que me prestaron tengo para escribir otra entrada en el blog. Tal vez algún día lo haga.
La aventura comenzó un domingo a las 5 de la mañana, hora a la que debía de llamar al tipo que nos iba a recoger para recordarle que tenía que venir a por nosotros. Finalmente a las 6 nos montamos en un 4x4 de aspecto bastante lamentable que conducía un individuo muy peculiar acompañado de un kuna. Aproximadamente 30 segundos después de echar el carro a andar, un policía nos detiene ya que el conductor iba hablando por el móvil. Como ocurre con demasiada frecuencia en este país, todo se soluciona con un poquito de plata.
El trayecto hasta nuestro destino duró aproximadamente 4 horas, incluyendo una pequeña parada para desayunar. Durante el camino, nuestro dicharachero transportista nos habló del gobierno, la economía, la materia, la no materia, la fuerza de atracción de los planetas... todo ello mientras diluviaba fuera y se empezaba a colar agua por el techo del vehículo...¡chuuuucha! (Nota: 'chucha' es lo que en algunos países de América Latina llaman la 'concha' y es un término que se emplea para casi todo. Se puede traducir por joder, coño, puta, etc. En ese sentido, en la península tenemos un vocabulario mucho más rico). La última hora de viaje fue por un camino con infinidad de baches, subidas y bajadas, curvas...parecía aquello la montaña rusa del parque de atracciones. Eso sí, con un bello paisaje selvático (aunque con la niebla no se apreciaba demasiado). ¡Hasta tuvimos que atravesar un río a las bravas!
Finalmente llegamos a un edificio en la costa donde hay un grupo de kunas. Las mujeres visten con unos trajes y complementos tradicionales, mientras que los hombres van con su pantalón corto y su camiseta. En este punto se supone que un bote debería recogernos para trasladarnos a la isla donde íbamos a hospedarnos. Pero... el bote no está. Tras casi una hora de espera, no se divisa ninguna embarcación que se aproxime a la costa, nos hallamos rodeados de indígenas hablando en una lengua totalmente incomprensible y en mitad de la más abosluta nada. Afortunadamente, Ricardo, el reportero más dicharachero y con el vehículo más cochambroso de los alrededores vuelve por el lugar y nos pone en contacto con otra isla donde nos podemos quedar: Isla Pelícano.
Tras un paseo de media hora en un bote con motor viendo islitas llenas de palmeras por doquier llegamos a nuestro destino: una isla apenas más grande que un campo de fútbol donde hay unas 7-8 cabañas hechas de madera y tejados de hojas de palmera, un cobertizo con techo de hojalata que hace las veces de comedor, un inodoro con conexión directa al mar y poco más.
Después de pasarse todo el camino en el coche lloviendo, súbitamente se despejó y ya la travesía en el bote la hicimos bajo los rayos del sol. Así que nos encontrábamos en una isla en mitad del Caribe con otro grupo de no más de 10 turistas y 2 ó 3 kunas que se encargaban de las tareas diarias: cocinar, arreglar el generador de electricidad, reparar algún techo, etc.; con un solazo en todo lo alto, aguas cristalinas, arena blanca, palmeras y estrellas de mar a tutti. Paradisiaco.
Pasamos el día chapoteando en el agua (en el agua, rubio, que te veo venir) y haciendo un poquito de snorkel, que para algo me he comprado las gafas y el tubo. De comida tuvimos un poquito de langosta, arroz en leche de coco, unas pocas lentejitas y yuca frita. Rico, rico.
Hasta aquí, obviando el estado del coche en el que vinimos y que casi nos tenemos que dar la vuelta porque el h... p... de la otra isla no se presentó para recogernos, se puede decir que todo bien. Sin embargo, faltaba la noche. En Panamá oscurece durante todo el año sobre las 18:30. En una isla desierta, a partir de esa hora, hay poco que hacer salvo entablar conversaciones con los otros ocupantes de las cabañas o jugar unas cartas a la luz de la bombilla del cobertizo. Así que hasta que sirvieron la cena (pescado frito con arroz, lentejas y yuca) no hubo gran actvidad. Y después de cenar, vino la emoción profunda: dormir en la cabaña. Tuvimos bastante suerte porque logramos quedarnos solos en una cabaña para cuatro personas. Ahora bien, nada más entrar a la cabaña, alumbrando con la luz del móvil (porque sólo hay 3 bombillas repatidas por la isla) descubrimos una cucaracha en uno de los colchones. ¡Oh sí, qué emoción, la fauna autóctona! Imaginaos la reacción de Paloma hasta que conseguí matarla de un zapatillazo. Después descubrimos que las sábanas estaban llenas de hormigas. Sacude las sábanas... Bien, rociamos las camas y nuestros cuerpos con repelente de insectos y nos tumbamos en el lecho. Pero claro, después de lo visto, lo que no veíamos nos inquietaba aún más y cada sonido era motivo de un "¿qué es eso?" Sin saber muy bien cómo (imagino que el habernos levantado a las 5 ayudó en cierta manera) nos quedamos dormidos.
Al igual que anochece temprano, por lo general el sol no sale más tarde de las 6, con lo que dormir hasta tarde es un poco complicado. Aunque durante la noche llovió algo, el lunes amaneció con un sol radiante. Un huevo frito y un trozo de pan hicieron las veces de desayuno. Como tenía hambre, recogí del suelo un coco de los varios que habían caído de las palmeras durante la noche y les pedí a los amables kunas que me lo abrieran para comerlo. Ellos, amablemente por un amable dólar, lo hicieron.
El día transcurrió muy apacible: playa, sol, aguas cristalinas, vistas de la islas de enfrente, tranquilidad... Para comer, el mismo menú que el día anterior. Por la tarde, el propietario de la isla (un kuna, no penséis que ningún magante podrido de dinero) nos llevó en su bote junto con otra turista holandesa al poblado kuna donde él vive.
En el poblado, formado por cabañas pegadas unas a otras, vimos por la calle multitud de niños y algunos adultos. Apenas vimos jóvenes, si bien es difícil calcular la edad de esta gente. Dentro de las viviendas, o al menos en las que pude asomar la cabeza, no hay prácticamente nada. Duermen en hamacas y apenas si hay algún utensilio para cocinar, alguna silla, alguna mesa...poco más. Y por supuesto sobre el suelo de tierra. En el poblado había, eso sí, un supermercado, una iglesia, una escuela y una cancha de baloncesto de cemento. El 'muelle' donde desembarcamos estaba lleno de mierda y los niños andaban jugueteando por allí, justo donde poco después unas niñas hacían sus necesidades. Tristemente la limpieza y la higiene no están muy arraigadas en su cultura. Apenas estuvimos media hora por allí, pero me resultó muy curioso ver cómo vive esa gente.
Ya de vuelta a la isla, a poco más nos dio tiempo, salvo a una ducha con agua de lluvia acumulada en un bidón y a observar tranquilamente el atardecer desde la playa. Por la noche entablamos conversación con algunos de los turistas de la isla mientras hacíamos tiempo para la cena. Y de vuelta a la cabaña, comienza el show una vez más: cucarachas, hormigas, repelente... y un duermevela intranquilo.
El martes amanece nublado. Nos da igual, esa misma mañana partimos de vuelta a la ciudad. Hacemos la bolsa, desayunamos nuestro huevo frito con pan y nos embarcamos hacia la costa junto con una pareja brasileña y la chica holandesa. Hacemos escala en otra isla para recoger a otras tres personas y dejar el pedido de plátanos que les habrían hecho.
Tras la pequeña introducción general, procedo a narrar los avatares varios que nos acaecieron. Y digo nos, porque Paloma está aquí conmigo en Panamá. De su llegada y cómo fui a recogerla con un coche que me prestaron tengo para escribir otra entrada en el blog. Tal vez algún día lo haga.
La aventura comenzó un domingo a las 5 de la mañana, hora a la que debía de llamar al tipo que nos iba a recoger para recordarle que tenía que venir a por nosotros. Finalmente a las 6 nos montamos en un 4x4 de aspecto bastante lamentable que conducía un individuo muy peculiar acompañado de un kuna. Aproximadamente 30 segundos después de echar el carro a andar, un policía nos detiene ya que el conductor iba hablando por el móvil. Como ocurre con demasiada frecuencia en este país, todo se soluciona con un poquito de plata.
El trayecto hasta nuestro destino duró aproximadamente 4 horas, incluyendo una pequeña parada para desayunar. Durante el camino, nuestro dicharachero transportista nos habló del gobierno, la economía, la materia, la no materia, la fuerza de atracción de los planetas... todo ello mientras diluviaba fuera y se empezaba a colar agua por el techo del vehículo...¡chuuuucha! (Nota: 'chucha' es lo que en algunos países de América Latina llaman la 'concha' y es un término que se emplea para casi todo. Se puede traducir por joder, coño, puta, etc. En ese sentido, en la península tenemos un vocabulario mucho más rico). La última hora de viaje fue por un camino con infinidad de baches, subidas y bajadas, curvas...parecía aquello la montaña rusa del parque de atracciones. Eso sí, con un bello paisaje selvático (aunque con la niebla no se apreciaba demasiado). ¡Hasta tuvimos que atravesar un río a las bravas!
Finalmente llegamos a un edificio en la costa donde hay un grupo de kunas. Las mujeres visten con unos trajes y complementos tradicionales, mientras que los hombres van con su pantalón corto y su camiseta. En este punto se supone que un bote debería recogernos para trasladarnos a la isla donde íbamos a hospedarnos. Pero... el bote no está. Tras casi una hora de espera, no se divisa ninguna embarcación que se aproxime a la costa, nos hallamos rodeados de indígenas hablando en una lengua totalmente incomprensible y en mitad de la más abosluta nada. Afortunadamente, Ricardo, el reportero más dicharachero y con el vehículo más cochambroso de los alrededores vuelve por el lugar y nos pone en contacto con otra isla donde nos podemos quedar: Isla Pelícano.
Tras un paseo de media hora en un bote con motor viendo islitas llenas de palmeras por doquier llegamos a nuestro destino: una isla apenas más grande que un campo de fútbol donde hay unas 7-8 cabañas hechas de madera y tejados de hojas de palmera, un cobertizo con techo de hojalata que hace las veces de comedor, un inodoro con conexión directa al mar y poco más.
Después de pasarse todo el camino en el coche lloviendo, súbitamente se despejó y ya la travesía en el bote la hicimos bajo los rayos del sol. Así que nos encontrábamos en una isla en mitad del Caribe con otro grupo de no más de 10 turistas y 2 ó 3 kunas que se encargaban de las tareas diarias: cocinar, arreglar el generador de electricidad, reparar algún techo, etc.; con un solazo en todo lo alto, aguas cristalinas, arena blanca, palmeras y estrellas de mar a tutti. Paradisiaco.
Pasamos el día chapoteando en el agua (en el agua, rubio, que te veo venir) y haciendo un poquito de snorkel, que para algo me he comprado las gafas y el tubo. De comida tuvimos un poquito de langosta, arroz en leche de coco, unas pocas lentejitas y yuca frita. Rico, rico.
Hasta aquí, obviando el estado del coche en el que vinimos y que casi nos tenemos que dar la vuelta porque el h... p... de la otra isla no se presentó para recogernos, se puede decir que todo bien. Sin embargo, faltaba la noche. En Panamá oscurece durante todo el año sobre las 18:30. En una isla desierta, a partir de esa hora, hay poco que hacer salvo entablar conversaciones con los otros ocupantes de las cabañas o jugar unas cartas a la luz de la bombilla del cobertizo. Así que hasta que sirvieron la cena (pescado frito con arroz, lentejas y yuca) no hubo gran actvidad. Y después de cenar, vino la emoción profunda: dormir en la cabaña. Tuvimos bastante suerte porque logramos quedarnos solos en una cabaña para cuatro personas. Ahora bien, nada más entrar a la cabaña, alumbrando con la luz del móvil (porque sólo hay 3 bombillas repatidas por la isla) descubrimos una cucaracha en uno de los colchones. ¡Oh sí, qué emoción, la fauna autóctona! Imaginaos la reacción de Paloma hasta que conseguí matarla de un zapatillazo. Después descubrimos que las sábanas estaban llenas de hormigas. Sacude las sábanas... Bien, rociamos las camas y nuestros cuerpos con repelente de insectos y nos tumbamos en el lecho. Pero claro, después de lo visto, lo que no veíamos nos inquietaba aún más y cada sonido era motivo de un "¿qué es eso?" Sin saber muy bien cómo (imagino que el habernos levantado a las 5 ayudó en cierta manera) nos quedamos dormidos.
Al igual que anochece temprano, por lo general el sol no sale más tarde de las 6, con lo que dormir hasta tarde es un poco complicado. Aunque durante la noche llovió algo, el lunes amaneció con un sol radiante. Un huevo frito y un trozo de pan hicieron las veces de desayuno. Como tenía hambre, recogí del suelo un coco de los varios que habían caído de las palmeras durante la noche y les pedí a los amables kunas que me lo abrieran para comerlo. Ellos, amablemente por un amable dólar, lo hicieron.
El día transcurrió muy apacible: playa, sol, aguas cristalinas, vistas de la islas de enfrente, tranquilidad... Para comer, el mismo menú que el día anterior. Por la tarde, el propietario de la isla (un kuna, no penséis que ningún magante podrido de dinero) nos llevó en su bote junto con otra turista holandesa al poblado kuna donde él vive.
En el poblado, formado por cabañas pegadas unas a otras, vimos por la calle multitud de niños y algunos adultos. Apenas vimos jóvenes, si bien es difícil calcular la edad de esta gente. Dentro de las viviendas, o al menos en las que pude asomar la cabeza, no hay prácticamente nada. Duermen en hamacas y apenas si hay algún utensilio para cocinar, alguna silla, alguna mesa...poco más. Y por supuesto sobre el suelo de tierra. En el poblado había, eso sí, un supermercado, una iglesia, una escuela y una cancha de baloncesto de cemento. El 'muelle' donde desembarcamos estaba lleno de mierda y los niños andaban jugueteando por allí, justo donde poco después unas niñas hacían sus necesidades. Tristemente la limpieza y la higiene no están muy arraigadas en su cultura. Apenas estuvimos media hora por allí, pero me resultó muy curioso ver cómo vive esa gente.
Ya de vuelta a la isla, a poco más nos dio tiempo, salvo a una ducha con agua de lluvia acumulada en un bidón y a observar tranquilamente el atardecer desde la playa. Por la noche entablamos conversación con algunos de los turistas de la isla mientras hacíamos tiempo para la cena. Y de vuelta a la cabaña, comienza el show una vez más: cucarachas, hormigas, repelente... y un duermevela intranquilo.
El martes amanece nublado. Nos da igual, esa misma mañana partimos de vuelta a la ciudad. Hacemos la bolsa, desayunamos nuestro huevo frito con pan y nos embarcamos hacia la costa junto con una pareja brasileña y la chica holandesa. Hacemos escala en otra isla para recoger a otras tres personas y dejar el pedido de plátanos que les habrían hecho.
Cuando llegamos al embarcadero del río nos encontramos con que no hay rastro del conductor dicharachero. Al parecer él había enviado a alguien para sustituirle, pero el tipo metió en su coche a otros turistas que vio por allí y cuando no tuvo más asientos se fue. Gracias a Dios, Alá o quien sea había otra mujer allí con un par de plazas libre (en la última fila y con las rodillas a la altura del pecho, pero menos es nada) en su 4x4. Eso sí, éste se veía bien limpio y en buen estado.
Nuevamente comienza la aventura de atravesar el río (afortundamente no venía muy crecido), la montaña rusa de curvas, baches, etc. Esta vez no había niebla y se podía ver un bonito paisaje de la selva (eso si podías controlar el mareo de tanto vaivén).
En unas 3 horas y media nos hallábamos de vuelta a Panamá después de vivir toda una experiencia. Lamentablemente, me temo que las fotografías se han extraviado, por lo que os tendréis que conformar con las imágenes que podáis hallar por internet y la imaginación que os pueda suscitar mi densa prosa.
Simplemente añadir que el nombre de la isla es bien merecido, ya que cada día se podían ver bastantes pelícanos rondando por los alrededores, haciendo picados en busca de algún incauto pececillo y reposando en las cálidas aguas. Y con este pelícano me refiero al ave, que más de uno estará dejando volar su imaginación más allá... ¿me equivoco?