El último finde de mayo me fui a Perú. Allí, procedentes de Santiago de Chile y Washington D.C., iban a llegar también Lucía y Javi para visitar a quien me aguantó (con permiso de Rebeca) más que nadie durante el máster: mi Edu, jeje.
Hubo quedada nocturna en el aeropuerto, ya que Luci y yo llegamos con poca diferencia. Edu nos recogió con su taxista de confianza para ir directos a su casa. Dio tiempo a poco más que comentar un poco qué tal nos iba la vida en nuestros respectivos destinos y echarnos a dormir, puesto que al día siguiente un vuelo bien madrugador nos acercaría a la ciudad de Cuzco.
Dicho y hecho, el viernes 28 se tocó diana temprano. Tras conseguir mis nuevos soles peruanos (la moneda local) y una pastilla para el mal de altura, rumbo a Cuzco (impresionantes las vistas al sobrevolar los Andes). ¿Pastilla para el mal de altura? Pues sí, resulta que la dichosa ciudad está por encima de los 3.000 metros de altura, así que al bajar del avión uno siente como si estuviera de resaca. Afortunadamente, una infusión a base de hoja de coca que nos ofrecieron en el hostal alivió los síntomas.
Salimos de excursión. Lo primero, una vista de la ciudad. Cuzco me resultó sorprendentemente grande. De ahí nos encaminamos a una especie de reserva de animales, donde admiramos algunas especies de la fauna local. Por supuesto, no podía faltar la gran estrella: el cóndor, el ave más grande de todo el continente. Posteriormente, y bajo una estúpida lluvia, anduvimos entre las ruinas de Pisaq.
Salimos de excursión. Lo primero, una vista de la ciudad. Cuzco me resultó sorprendentemente grande. De ahí nos encaminamos a una especie de reserva de animales, donde admiramos algunas especies de la fauna local. Por supuesto, no podía faltar la gran estrella: el cóndor, el ave más grande de todo el continente. Posteriormente, y bajo una estúpida lluvia, anduvimos entre las ruinas de Pisaq.
Tras pasar con el coche por varios parajes del Valle Sagrado de los incas y una copiosa comida, regresamos a Cuzco ya de noche, lo cual no es extraño teniendo en cuenta que el sol se oculta sobre las 6 de la tarde.
Una ducha reparadora y un breve descanso en el hostal nos dieron fuerzas para salir a explorar la ciudad. Tras pasar por la Plaza de Armas, nos topamos en plena calle con una curiosa danza ejecutada por una serie de personajes disfrazados, con máscaras al más puro estilo V de Vendetta, al son de una música muy pegadiza. Después del espectáculo, fuimos a cenar y nos retiramos al lecho temprano: al día siguiente venía el plato fuerte, la subida a Machu Picchu.
El viaje de ida resultó emocionante: un taxi a la carrera, Edu emulando a Elizabeth Swan, un autobús por un un camino estrechito y un último tramo en tren, ese sí, para disfrutar.
La subida... cómo decirlo. La subida a pie es una putada. Son infinitos escalones de piedra que suben por la ladera de la montaña entre una bonita vegetación, una humedad del carajo y un calor infernal (cierto es que si subes más temprano, el calor no es tanto). Aquello fue toda una prueba de resistencia física. Eso sí, cuando llegas arriba... aquello es espectacular. Tuvimos además la suerte de que brillara un sol radiante, haciendo que el paisaje luciera precioso.
Después de disfrutar del día allí arriba, la bajada se hizo mucho más corta. El resto de la jornada y el viaje de vuelta se hicieron un poco más duros por los horarios y cogimos la cama con gran gusto.
El domingo por la mañana lo dedicamos a ver un poquito de Cuzco: la Plaza de Armas, el mercado, etc. A mediodía, vuelo de regreso a Lima. La tarde la empleamos en visitar el barrio de Barranco y tomarnos unos pisco sours por Miraflores (los nombres se repiten con frecuencia, al parecer).
De madrugada y aún bajo los efectos de los pisco sours me tocó levantarme para volver a Panamá. El lunes por la mañana llegué y directo a trabajar, pero mi mente estaba todavía en Perú... ¡qué viaje!