El último finde de julio por fin hice uno de los viajes que más ganas tenía de hacer: Coiba. Este es el nombre que recibe la isla más grande de Panamá enclavada en el Parque Nacional del mismo nombre. Durante años la isla albergó también una prisión con lo mejorcito de cada casa panameña allí reunido.
La emoción venía porque me habían dicho que era uno de los sitios más bonitos del país y además que el buceo era espectacular.
El camino era largo. Unas seis horas de carretera nos esperaban. Había que ir por la Interamericana hasta Santiago (que además eran las fiestas patronales) y de ahí poner rumbo a Santa Catalina (una de las playas más conocidas para la práctica del surf), donde dormiríamos, no sin antes pasar por Soná (para los fans de Prison Break, decir que no vi ninguna cárcel allí).
El viernes llegamos a tiempo para irnos directos a dormir. A la mañana siguiente había que madrugar para ir a bucear.
Dicho y hecho, el sábado tempranito arriba para enchufarse un buen desayuno que nos diera energías para el día y, tras equiparnos pertinentemente, nos distribuimos en tres botes: dos de buceadores y otro más de gente para hacer snorkel.
Primera inmersión. Después de unos ocho meses sin bucear, tuve algún contratiempo con el asunto de sumergirme. Una vez superado, comenzaba la aventura. Desafortunadamente, el agua andaba bastante turbia y no había muy buena visibilidad. A pesar de ello, todo el mundo vio varios tiburones, rayas, morenas, bancos de peces, corales... ¿Todo el mundo? No. Yo no vi ni un solo tiburón.
De camino a isla Coiba, donde íbamos a almorzar, nos topamos con algunas ballenas. Todo un espectáculo. Era como estar dentro de uno de esos documentales que uno se ponía para echarse la siesta en La 2. Una vez en la isla, el paisaje no desmerecía en absoluto. A pesar de que el día estaba gris, uno podía darse cuenta de estar admirando un lugar único.
Durante la comida (unos sandwiches compartiendo buenamente lo que cada uno había traído) todos comentaban que si habían visto tal o cual tiburón, que si cuántos habían visto. Y yo estaba que trinaba: era el único pringao que no había visto ninguno. ¿Huirán de mí? ¿Seré la reencarnación del personaje de dibujos animados?
Segunda inmersión. César, el instructor de buceo que fue mi profe, me dice que no me separe de él. Apenas hemos llegado al fondo y por fin lo veo: un tiburón de punta blanca. Ya soy feliz. Descubro que las gafas se me empeñan con demasiada frecuencia, lo que hace que no vea tres en un burro. Quizá por eso antes no había visto nada. Seguimos buceando. Vemos morenas, peces de colores increíbles, coral espectacular...
Regreso a Santa Catalina. Ducha. Tormenta y lluvia torrencial. Spaghetti con langosta para cenar en un chiringuito junto a la playa mientras diluvia fuera. Regreso al hostalillo. Que corra el ron. A dormir, que no queda hielo.
Domingo, 7 am. Un .... se dedica a cortar un tronco con una motosierra debajo de nuestra ventana. ¿Nadie le ha explicado que eso no se hace? Desayuno copioso. Ainara, Víctor y yo nos decidimos por un paseo por la playa de Santa Catalina. Es enorme. Comemos en un restaurante que encontramos por allí.
A las 4 estábamos montados en el coche camino de Panamá. Cinco horitas después nos sentábamos a cenar en la capital. En resumen, a pesar de la mala visibilidad bajo el agua y el cielo gris, un sitio que merece mucho la pena.
P.S.: Si alguno habla con mi padre, no es necesario que le comentéis que estuve buceando con tiburones. Dormirá más tranquilo. Gracias.