lunes, 9 de agosto de 2010

El espantatiburones en Coiba

El último finde de julio por fin hice uno de los viajes que más ganas tenía de hacer: Coiba. Este es el nombre que recibe la isla más grande de Panamá enclavada en el Parque Nacional del mismo nombre. Durante años la isla albergó también una prisión con lo mejorcito de cada casa panameña allí reunido.

La emoción venía porque me habían dicho que era uno de los sitios más bonitos del país y además que el buceo era espectacular.

El camino era largo. Unas seis horas de carretera nos esperaban. Había que ir por la Interamericana hasta Santiago (que además eran las fiestas patronales) y de ahí poner rumbo a Santa Catalina (una de las playas más conocidas para la práctica del surf), donde dormiríamos, no sin antes pasar por Soná (para los fans de Prison Break, decir que no vi ninguna cárcel allí).

El viernes llegamos a tiempo para irnos directos a dormir. A la mañana siguiente había que madrugar para ir a bucear.

Dicho y hecho, el sábado tempranito arriba para enchufarse un buen desayuno que nos diera energías para el día y, tras equiparnos pertinentemente, nos distribuimos en tres botes: dos de buceadores y otro más de gente para hacer snorkel.
Primera inmersión. Después de unos ocho meses sin bucear, tuve algún contratiempo con el asunto de sumergirme. Una vez superado, comenzaba la aventura. Desafortunadamente, el agua andaba bastante turbia y no había muy buena visibilidad. A pesar de ello, todo el mundo vio varios tiburones, rayas, morenas, bancos de peces, corales... ¿Todo el mundo? No. Yo no vi ni un solo tiburón.
De camino a isla Coiba, donde íbamos a almorzar, nos topamos con algunas ballenas. Todo un espectáculo. Era como estar dentro de uno de esos documentales que uno se ponía para echarse la siesta en La 2. Una vez en la isla, el paisaje no desmerecía en absoluto. A pesar de que el día estaba gris, uno podía darse cuenta de estar admirando un lugar único.

Durante la comida (unos sandwiches compartiendo buenamente lo que cada uno había traído) todos comentaban que si habían visto tal o cual tiburón, que si cuántos habían visto. Y yo estaba que trinaba: era el único pringao que no había visto ninguno. ¿Huirán de mí? ¿Seré la reencarnación del personaje de dibujos animados?


Segunda inmersión. César, el instructor de buceo que fue mi profe, me dice que no me separe de él. Apenas hemos llegado al fondo y por fin lo veo: un tiburón de punta blanca. Ya soy feliz. Descubro que las gafas se me empeñan con demasiada frecuencia, lo que hace que no vea tres en un burro. Quizá por eso antes no había visto nada. Seguimos buceando. Vemos morenas, peces de colores increíbles, coral espectacular...



Regreso a Santa Catalina. Ducha. Tormenta y lluvia torrencial. Spaghetti con langosta para cenar en un chiringuito junto a la playa mientras diluvia fuera. Regreso al hostalillo. Que corra el ron. A dormir, que no queda hielo.

Domingo, 7 am. Un .... se dedica a cortar un tronco con una motosierra debajo de nuestra ventana. ¿Nadie le ha explicado que eso no se hace? Desayuno copioso. Ainara, Víctor y yo nos decidimos por un paseo por la playa de Santa Catalina. Es enorme. Comemos en un restaurante que encontramos por allí.

A las 4 estábamos montados en el coche camino de Panamá. Cinco horitas después nos sentábamos a cenar en la capital. En resumen, a pesar de la mala visibilidad bajo el agua y el cielo gris, un sitio que merece mucho la pena.


P.S.: Si alguno habla con mi padre, no es necesario que le comentéis que estuve buceando con tiburones. Dormirá más tranquilo. Gracias.

martes, 3 de agosto de 2010

Ser español no es una excusa, es una responsabilidad

Y siguiendo con el fútbol, con el mes de junio llegó el gran acontecimiento del año: ¡¡el Mundial de Sudáfrica!! Tras la victoria en la Eurocopa de Austria y Suiza en 2008 y el gran juego demostrado en los dos últimos años, España partía como una de las grandes favoritas, cosa que no me hacía demasiada gracia.

Un capítulo aparte merece el cómo se vive un mundial en Panamá. Aquí todo panameño se identifica con un equipo. Brasil es la que más seguidores tiene, seguida de Argentina. A partir de ahí, de todo podía encontrarse uno. En cada semáforo se venden banderas de todos los países, que la gente coloca en las ventanillas y en el interior de sus coches, convirtiendo por un mes las calles en un crisol multicolor.

Los negocios también se decoran con banderas de los países participantes en el mundial: restaurantes, bares, centros comerciales... Las compañías aprovechan para sacar promociones relacionadas con el evento por doquier. Y por supuesto, todo el que podía se escaqueaba del trabajo para ver los partidos, quien no tenía una pantalla en la propia oficina. Aparte de que ir a trabajar con la camiseta de tu equipo favorito es lo más cool (me di cuenta el día que fui al banco y me atendió una señorita con la camiseta de Brasil).

Y los días de partido... ¡qué decir de los días de partido! El lugar que más frecuenté fue la taberna irlandesa de Bennigan's. Allí, una horda de azafatas ofrecían merchandising de lo más variado: gafas, gorros, globos, etc. de marcas de coches, telefonía móvil, cerveza... Un local con capacidad para unas 500 personas y más de 15 pantallas se llenaba a reventar para casi cualquier partido, especialmente en fines de semana y a partir de los octavos de final.


Tras quedarme solo en casa viendo perder a España contra Suiza, el partido contra Honduras lo vimos en la Taberna del Canal, enfrente del centro de visitantes del Canal de Panamá. Después de la victoria, Nacho y yo dimos todo un repertorio de 'olés' por toda la cinta costera a vehículos y transehúntes desde el coche de Víctor, que no paraba de negar con la cabeza mientras conducía.

El decisivo partido contra Chile y los octavos de final contra Portugal los vi en Bennigan's. El local lleno hasta la bandera.


Para el partido de cuartos contra Paraguay, al caer en sábado, se organizó algo especial: barbacoa en casa de Pía, otro de los españoles afincados por estas tierras (mil gracias por la hospitalidad). Nos juntamos cerca de 30 personas en la terraza para ver el partido. Con la parada del penalty de San Iker acabé en la piscina para celebrarlo. Tanto, que casi ni vi el penalty a Villa a favor de España en la jugada siguiente. Todos sabemos cómo acabó esa jugada... El gol de Villa ya cerca del final fue un alivio que dio paso a la celebración, formación de castillos humanos en la piscina, tirar a todo bicho viviente al agua, ron...


La semifinal contra Alemania fue para sufrir en silencio, todos bastante desperdigados. Yo acabé en casa de Carles con un pequeño grupito viendo ese cabezazo de Puyol que nos metía en la primera final de un Mundial. ¡Grandioso! Ataviado con mi camiseta y mi bandera, me di un buen paseo para lucir orgulloso la rojigualda por las calles de Panamá antes de llegar a casa.

Y llegó el día de la final. El ya famoso pulpo Paul nos había dado vencedores contra Holanda. ¿Pero quién dice que un pulpo es más fiable que Rappel?


Nuevamente, para la final se organizó quedada en casa de Pía. Cerca de 40 personas allí reunidas. Yo llevaba nervioso días. Creo que no me pude sentar en todo el partido. Bebía cerveza para calmar los nervios. Comí algo en el descanso, tratando de olvidar lo complicado que se estaba poniendo el partido. España dominaba, pero a la contra Holanda era muy peligrosa. Final del partido y sigue el empate a cero. Prórroga. Más nervios. España tiene ocasiones, pero Holanda alguna también. Minuto 112: ¡gol de Iniesta! ¡¡¡¡Goooooooooollllllllllllllllllllll!!!!! Se desata la locura. Salto, grito, me abrazo a todo el mundo, doy besos, la cerveza vuela por el aire... Es increíble, toda la tensión liberada en un momento de júbilo desbordado. Unos minutos más. ¡Final! ¡¡Somos campeones del mundo!!


La celebración posterior, con una réplica de la Copa del Mundo llena de ron, fue similar a la del día de los cuartos: piscina, castillos, gente al agua...


Al día siguiente me pasé la tarde entera pegado al ordenador siguiendo por internet la retansmisión de la celebración. No podía creerlo. España, después de ser campeona del mundo en varios deportes, tanto a nivel individual como colectivo, conseguía ser también campeona en el deporte que más pasiones levanta en el país: campeones del mundo de fútbol. Estuve en Colón hace dos años vibrando con la Eurocopa. Esta vez, con el mayor éxito del fútbol español, y me pilla tan lejos. ¡Si lo hubiera sabido me habría ido antes!


¡Grande la Roja! ¡Viva mi España!

Pasión por unos colores

Obviamente, no podía dejar de hacer mención al deporte rey en este año, que si lo llego a saber me voy antes de España.

Cuando salí de la tierra patria dejé a mi amado Atleti en horas aciagas, con un juego triste y sin ningún rumbo que no auguraba nada bueno para esta temporada. Pero hete aquí que, tras lograr en Liga poco más que salvar la categoría sin apuros, este equipo, capaz de lo mejor y de lo peor, se convirtió en mayo en el único equipo español presente en tres competiciones. Y no sólo eso, sino que se plantó en dos finales: la de la Europa League y la de la Copa del Rey.

Qué decir de eliminatorias como la del Recreativo de Huelva o la del Liverpool de nuestro querido Niño Torres. Tremendas alegrías para una afición demasiado acostumbrada a sufrir.
El 12 de mayo de 2010 pasará a la historia del club por la victoria en la final de la Europa League ante el Fulham inglés. El Atlético de Madrid volvía a ganar un título europeo 48 años después. Y yo en Panamá. Catorce años sin poder celebrar un título, y cuando toca uno estoy a más de 8.000 km de distancia. Vi el partido en una taberna irlandesa con Nacho (otro buen atlético) y Víctor. El grito que metimos con el segundo gol de Forlán se oyó en todo el restaurante, pero es que no era para menos. Al día siguiente no pude despegarme del ordenador viendo la retransmisión de la celebración por internet (gracias a todos los que me mandasteis fotos y vídeos de ese día).


Una semana después, el mismo día de mi cumpleaños, el Atleti caía en la final de la Copa del Rey ante el Sevilla. Hubiera sido increíble empezar la temporada de forma tan horrorosa y acabar haciendo doblete. Pero lo realmente impresionante fue el comportamiento de la afición que se desplazó al Camp Nou ese día: media hora después de terminado el partido, con el Sevilla celebrando el título, los aficionados del Atleti no se movían de su sitio y seguían cantando y animando al equipo, agradeciéndoles por hacernos soñar, y fieles a un sentimiento por el que siempre lucharán. Bendita afición.

miércoles, 28 de julio de 2010

Inti wasi y el vuelo del cóndor

El último finde de mayo me fui a Perú. Allí, procedentes de Santiago de Chile y Washington D.C., iban a llegar también Lucía y Javi para visitar a quien me aguantó (con permiso de Rebeca) más que nadie durante el máster: mi Edu, jeje.
Hubo quedada nocturna en el aeropuerto, ya que Luci y yo llegamos con poca diferencia. Edu nos recogió con su taxista de confianza para ir directos a su casa. Dio tiempo a poco más que comentar un poco qué tal nos iba la vida en nuestros respectivos destinos y echarnos a dormir, puesto que al día siguiente un vuelo bien madrugador nos acercaría a la ciudad de Cuzco.
Dicho y hecho, el viernes 28 se tocó diana temprano. Tras conseguir mis nuevos soles peruanos (la moneda local) y una pastilla para el mal de altura, rumbo a Cuzco (impresionantes las vistas al sobrevolar los Andes). ¿Pastilla para el mal de altura? Pues sí, resulta que la dichosa ciudad está por encima de los 3.000 metros de altura, así que al bajar del avión uno siente como si estuviera de resaca. Afortunadamente, una infusión a base de hoja de coca que nos ofrecieron en el hostal alivió los síntomas.


Salimos de excursión. Lo primero, una vista de la ciudad. Cuzco me resultó sorprendentemente grande. De ahí nos encaminamos a una especie de reserva de animales, donde admiramos algunas especies de la fauna local. Por supuesto, no podía faltar la gran estrella: el cóndor, el ave más grande de todo el continente. Posteriormente, y bajo una estúpida lluvia, anduvimos entre las ruinas de Pisaq.




Tras pasar con el coche por varios parajes del Valle Sagrado de los incas y una copiosa comida, regresamos a Cuzco ya de noche, lo cual no es extraño teniendo en cuenta que el sol se oculta sobre las 6 de la tarde.

Una ducha reparadora y un breve descanso en el hostal nos dieron fuerzas para salir a explorar la ciudad. Tras pasar por la Plaza de Armas, nos topamos en plena calle con una curiosa danza ejecutada por una serie de personajes disfrazados, con máscaras al más puro estilo V de Vendetta, al son de una música muy pegadiza. Después del espectáculo, fuimos a cenar y nos retiramos al lecho temprano: al día siguiente venía el plato fuerte, la subida a Machu Picchu.

El viaje de ida resultó emocionante: un taxi a la carrera, Edu emulando a Elizabeth Swan, un autobús por un un camino estrechito y un último tramo en tren, ese sí, para disfrutar.


La subida... cómo decirlo. La subida a pie es una putada. Son infinitos escalones de piedra que suben por la ladera de la montaña entre una bonita vegetación, una humedad del carajo y un calor infernal (cierto es que si subes más temprano, el calor no es tanto). Aquello fue toda una prueba de resistencia física. Eso sí, cuando llegas arriba... aquello es espectacular. Tuvimos además la suerte de que brillara un sol radiante, haciendo que el paisaje luciera precioso.


Después de disfrutar del día allí arriba, la bajada se hizo mucho más corta. El resto de la jornada y el viaje de vuelta se hicieron un poco más duros por los horarios y cogimos la cama con gran gusto.

El domingo por la mañana lo dedicamos a ver un poquito de Cuzco: la Plaza de Armas, el mercado, etc. A mediodía, vuelo de regreso a Lima. La tarde la empleamos en visitar el barrio de Barranco y tomarnos unos pisco sours por Miraflores (los nombres se repiten con frecuencia, al parecer).

De madrugada y aún bajo los efectos de los pisco sours me tocó levantarme para volver a Panamá. El lunes por la mañana llegué y directo a trabajar, pero mi mente estaba todavía en Perú... ¡qué viaje!

jueves, 8 de julio de 2010

Y Vicente siguió los pasos de Colón

Después de más de dos meses de silencio, vuelve con una nueva entrada y sentimientos encontrados el blog más pirata y dicharachero de Barrio Marbella.
En mayo tuve la visita de mi padre. Quince días que me hicieron mucho bien y en los que aproveché también para conocer nuevos lugares de la geografía panameña.
Tras un primer fin de semana marcado por el Censo (esto daría para escribir casi otra entrada, con su ley seca, su prohibición bajo amenaza de arresto de no salir a la calle hasta estar censado, la paralización del país durante un día entero para contarlos a todos, etc.), el segundo pusimos rumbo a la provincia de Chiriquí.


Los chiricanos tienen fama de orgullosos y las chiricanas de ser 'ganado bravo'. Pero no era esa la razón por la que nos decidimos a explorar esta región.
Chiriquí es una curiosa combinación de playa y montaña. Quizá esta última es la que brinda mayor fama a la región, en especial pueblos como Boquete, donde se celebra la Feria del Café y las Flores, los productos más típicos y de mayor renombre de la zona. Allí nos dirigimos la primera noche. Boquete está enclavado en un bonito valle en mitad de las montañas, gracias a lo cual también las temperaturas son notablemente más frescas que en la ciudad de Panamá. Llovía y estaba oscuro, por lo que, tras cenar y tomar una cerveza en sendos hoteles preciosos, nos fuimos a dormir.


A la mañana siguiente amaneció soleado y pudimos visitar un jardín de flores abierto al público. Puesto que no estábamos dispuestos a adentrarnos a pie en los bosques, cogimos el coche para dirigirnos al pueblo de Volcán, situado al otro lado del volcán Barú, desde cuya cima se dice que en un día despejado se pueden apreciar tanto el océano Pacífico como el Atlántico. Hicimos un alto en el camino en un hotel espectacular para comer mientras veíamos la final de la Champions.



Llegando a Volcán y Cerro Punta no paraba de caer agua. Pasamos con el coche por ambos pueblos, bien pequeños los dos. A pesar de estar rodeados por un paisaje muy bonito, las opciones de disfrutarlo con aquella lluvia eran pocas, por lo que decidimos bajar la montaña y llegar a la playa de la Barqueta, a probar mejor suerte con el tiempo.
Aproximadamente dos horas y media más tarde llegamos al hotel Las Olas. Es de lo más parecido a un resort de Caribe que he visto en Panamá. Salvo el gran número de mosquitos que había, por lo demás todo perfecto: habitaciones espaciosas, terraza con vistas al mar, bar, restaurante, gym, piscinas, playa privada, un pequeño lugar con agua y tortugas... El domingo incluso madrugué para nadar en la piscina antes de ponerme ciego en el desayuno.


Nos dimos un pequeño paseo por la playa y nos dirigimos a otra región costera: Boca Chica. Esta zona está como muy virgen y apenas encontramos un embarcadero, donde cogimos un bote que nos cruzó a la isla de Boca Brava. Allí comimos y disfrutamos del paisaje.


Por la tarde pusimos rumbo a David, la segunda ciudad más importante del país y capital de Chiriquí. Decir que el edificio más alto tiene 6 plantas resume un poco lo que se puede esperar de la ciudad, muy alejada en dimensiones de lo que es Panama City. Pasamos la tarde dando una vuelta por la ciudad, cenando en uno de los hoteles más conocidos y poco más. Había que madrugar mucho para coger el vuelo de primera hora de regreso a Panamá la mañana siguiente...

jueves, 6 de mayo de 2010

Corramos una tupida niebla

23 de abril. San Jorge. Una fecha importante. Sobre todo porque iba a ver a Paloma después de más de 2 meses. ¿Que si he vuelto a España? No. ¿Vino ella a Panamá? Tampoco. ¡Habíamos quedado en Chicago!
Nos reencontramos en el aeropuerto. ¡Qué ganas! Maleta en mano nos aventuramos a llegar a casa de Eva en transporte público. Prueba superada. Después del reencuentro con Eva y comentar sobre los destinos, nos hicimos a la calle para empezar a conocer la ciudad. Dimos una vuelta por la Michigan Avenue (la principal calle de compras) y por las cercanías del río. Terminamos yendo a uno de los edificios a los que se puede subir para tener unas bonitas vistas (nocturnas esta vez) de la ciudad, el John Hancock. Espectaculares las luces desde ahí arriba. La noche terminó con una ensaladita en casa con Eva y Jerome.

El sábado amaneció nublado y con una niebla que a medida que avanzó el día fue bajando cada vez más. Fuimos con Eva a recorrer el centro de Chicago. Después del Millenium Park y su alubia mágica, acudimos al Cultural Center en busca de información y algún posible tour organizado. Allí fue donde un amable viejecillo, que trabaja allí como voluntario, se ofreció para guiarnos hacia algunos de los edificios más importantes mientras nos contaba curiosas historias y anécdotas.
Después de una reparadora hamburguesa al más puro estilo americano nos dirigimos a las inmediaciones del Soldier Field (el campo de los Chicago Bears, el equipo de fútbol americano de la ciudad) y del planetario, desde donde hay una hermosa vista del skyline de la ciudad. O eso suponemos, porque la densa niebla había convertido a la Windy City en una ciudad fantasma.

Por la noche...¡qué manera de llover! Habíamos quedado en casa de Rubén, el becario informático que ya conocí en Miami, para cenar unas pizzas y tomar unas copillas. Poco después se nos unieron los otros dos becarios y un par de amigos suyos más. Tocamos retirada pronto, ya que al día siguiente pretendíamos levantarnos relativamente pronto.

Domingo. Día del Señor. Nos pusimos rumbo a la Apostolic Church of God. Desde casa de Eva está... lejos no, lo siguiente. Por fin llegamos. Los únicos blancos en el templo: ¡es una misa gospel! Algunos nos saludan y nos dan la bienvenida con una gran sonrisa. Nos sentamos en la última fila. El sitio es bastante grande (yo calculé más de 500 personas, aunque tampoco es que se me dé muy bien lo del "ojímetro"). Comienza el service. Unas cuantas personas están cantando con unos micrófonos en el estrado y entre los fieles sentados en los bancos alguno se levanta y da palmas o hace gestos ostensibles de que el mensaje le está calando hondo. Entran el pastor, su esposa y algunas personas más que se sientan junto a él en una posición distinguida. Las canciones se entremezclan con pequeños mensajes de diversa índole (retirar un coche que estorba, información sobre los seminarios bíblicos de la semana, excursiones organizadas para el mes, etc.). El momento culmen: la entrada del coro. Ahora sí que las canciones cogen ritmo y la gente se levanta de sus asientos, da palmas, acompaña cantando, eleva las manos al cielo... ¡menudo fiestón! Cuando ya creíamos que aquello era un concierto, el pastor tomó la palabra para comunicar la enseñanza semanal a sus feligreses. Después de escuchar un rato, pensamos que habíamos visto lo que queríamos y nos retiramos discretamente. Toda una experiencia...

Desde allí nos acercamos a pie a Hayden Park, donde se encuentra el campus universitario. Esto es un vasto terreno donde se encuentran los distintos edificios universitarios con una interesante combinación de estilos junto con espacios verdes para el esparcimiento y la práctica de deportes. Ciertamente, se le da un ligero aire a la escuela para magos de Harry Potter.

De regreso al downtown, y tras nuestros infructuosos esfuerzos por comernos la famosa pizza de Giordano´s, Paloma y yo dejamos que Eva se fuera a descansar un poco mientras que nosotros íbamos a visitar a una de las grandes leyendas que caracterizan a la ciudad: Michael Jordan. Obviamente no es que nos hubieran dado la dirección de su casa, sino que pillamos un bus para ir al United Center, la cancha de los Chicago Bulls. Allí, afuera, está el monumento erigido en honor de toda una leyenda del baloncesto. Casualmente, cuando llegamos acababa de terminar un partido de los play off entre Chicago y los Cleveland Cavaliers de Lebron James. Una vez más, se puso a llover con ganas, así que apenas hicimos un par de fotos y a casa.

Por la noche, gracias al envío de jamón desde España y a la mano de Eva con la tortilla tuvimos una cena muy a la española. Estaba todo "de categoría", jeje.

El lunes amaneció con un sol radiante. No lo podía creer. La niebla nos había dejado todo el finde con las ganas de subir a la Sears Tower (hoy Willis Tower) para llevarnos una vista aérea de la ciudad.

El lunes era también el día de las despedidas. Mientras Eva se iba a currar, Paloma y yo hacíamos nuestras maletas y nos preparábamos para el regreso. Dijimos adiós a Jerome y salimos a coger un taxi que nos llevara al aeropuerto. Allí llegó la despedida más difícil. Tú a Madrid y yo a Panamá. Pero no se me olvida... ;)

P.S.: Mil gracias Eva, mil gracias Jerome por acogernos y cuidarnos tan bien. Espero que os animéis a devolver la visita. ¡Es una orden! jeje

lunes, 5 de abril de 2010

¿Dónde está Panamá? Behind, behind the musgo

Era casi medianoche. Anita y yo llevábamos más de una hora esperando: el vuelo llegaba con retraso. Ella había llegado a Panamá el día anterior. Después de un largo viaje, tuvo el valor de aventurarse conmigo en la noche panameña y juntos fuimos a disfrutar del acordeón de Ulpiano Vergara (alias "Alipio Ramos"), quien tocó un gran repertorio de típico, un baile muy de aquí, ante un público cuya media de edad rondaba los 50 años. Una experiencia que la sumergió de lleno en el ambiente de la ciudad y que seguro que no olvidará fácilmente.

Por la mañana nos habíamos ido hasta el mercado del marisco para hacernos con unas gambitas que nos comimos en compañía de Mar y Nacho. Ricas, ricas. Igual que rico fue el paseo al sol que nos hicimos de regreso por toda la Avenida Balboa. ¡Cómo apretaba el Loren, eh Anita?


Empezaron a aparecer los primeros pasajeros del vuelo de Iberia y, por fin... ¡ahí están! Una tras otra, siete caras marcadas por el cansancio desfilaron ante mí entre abrazos. "¡Qué lejos está esto!" "¿Pero adónde coño te has venido?"... fueron algunos de los comentarios más repetidos. Pero a esas alturas lo importante era que ya estaban aquí.

Venían hambrientos, por lo que sin entretenernos más que en soltar las maletas en el piso que comparto con Víctor, nos lanzamos al único lugar que vimos abierto: el Pío Pío. Cenamos lo que buenamente pudimos y rápidamente, para no dar tiempo al cansancio a hacer mucha mella en la moral de la tropa, subimos a ducharnos para coger fuerzas de cara a la noche que aguardaba.

La zona de calle Uruguay era el destino ideal: hay música, ron y quedaba cerca. Nos decantamos por un local llamado Pure. Ya en la terraza, que por cierto estaba bastante animada, las botellas de ron Abuelo fueron cayendo. A pesar de la paliza del viaje, faltó poco para que nos dieran las llaves del garito para cerrarlo (¡cierrabares!). Eso sí, después de que la cuenta de las botellas supusiera un pico mucho mayor de lo esperado.


Al salir del garito, y tras el primer gol de Ana Fucker, el sol nos recibió cual si de la salida del Coco Loco en Gandía se tratara. Ahora bien, no contentos con cerrar un garito, fuimos a otro: Velvet. Pillaba camino de casa, por lo que prácticamente fue una parada obligada.

Y como los chicos estaban muertos después de más de 24 horas sin dormir, nos fuimos a casa. Que nooo, que os lo creéis todo. Tras dar un poquito la nota por la calle, nos metimos al Dunkin Donuts a desayunar. Entra donuts, cookies, cafés y hacer el tonto cuando llegamos a casa, nos dieron tranquilamente las 8:30 de la mañana.

El domingo nos levantamos pasado el mediodía para ver el derbi madrileño: Real Madrid-Atlético de Madrid. Les llevé a Bennigan's, un irlandés donde encontramos una zona de sofás pensada para nosotros. Allí lo vimos muy ricamente mientras comíamos y nos tomábamos unos cuantos ejemplares de una de las cervezas locales: la Balboa.


Por la tarde aprovechamos para hacer algo de turismo. Un paseo por Casco Antiguo y unas cervezas en Causeway fueron el plan ideal para ver los lugares más populares de la ciudad. Como colofón, una cena de cocina típica panameña en El Trapiche. Ricos el sancocho y el pescadito, ¿no? De ahí se tocó retirada y todo el mundo a dormir.


Y llegó el lunes. Mientras yo fui a currar, di orden al comando de poner rumbo al Canal. Mi mañana pasó sin gran novedad. A la hora de comer nos juntamos de nuevo. La terraza del PesKito estaba tan cerca que me pareció la mejor opción. Tras una comida regada con alguna cerveza, llegó la hora del postre: una botella de Abuelo. Empezamos con los cánticos. "Urí, urí, urí..."


Como había que devolver la furgonetilla que habíamos alquilado, aprovechamos para visitar el centro comercial Multiplaza que pillaba cerquita. Se trata del centro comercial más pijo (o yeyecito, como le dicen acá) de la ciudad y donde se concentran todas las marcas: Tiffany, Cartier, Bulgari, Louis Vuitton, Tommy Hilfiger, Hugo Boss... De regreso a casa pasamos por los lugares que más frecuento aparte de la oficina: el súper y el gym.

Al llegar al apartamento echamos una partida de muerto de todos contra todos. Anita causó baja para la noche. Quedamos ocho chicos. Puro campo de nabos. El plan estaba claro: casino y puti.

La primera parte de la noche tenía un objetivo claro: 240 dólares de ganancia para sufragar la entrada al club ese donde siempre se liga. Para ello nos repartimos entre la ruleta y la mesa de black jack. Tras poco tiempo allí, comenzaron las buenas noticias: íbamos ganando en la ruleta. 70 pavos, 100, 150... ¡vámonos! Una retirada a tiempo es una victoria.

Con el bolsillo un poco más pesado llegamos a la puerta del Elite. No teníamos flyers como en los buenos tiempos, pero el portero esta vez no puso ningún reparo a nuestro atuendo y nos invitó a entrar amablemente. La broma era barra libre a 30 por barba. Barra libre de ron... los demás caprichos aparte. Al entrar había muchas señoritas tiradas por los sofás. Menuda indignación, que en un sitio de estos también hubiera que entrar a las tías. ¡Lo nunca visto! Al margen de eso hubo quien hizo amistades, estudios de mercado, evaluación de daños... pero nadie con tanto tacto como el putero. ¡Qué manejo de las manos el tío! Imagino que habrá más de uno (y quizá de una) ávido de detalles sobre la noche. Esto os digo: ¿Querés saber? ¿Querés? ¡Pues no podíssss! ¡No podísss!

A la mañana siguiente un servidor tuvo que levantarse para ir a la Oficina mientras que otros tenían prevista una emocionante excursión al río Chagres para tirarse por unos rápidos y conocer una aldea de indios emberá. Al parecer no resultó tan emocionante como se preveía el día con los tubos...Tras los excesos de la madrugada anterior, una siestecilla vino bien. Por la noche, estábamos invitados a cenar en el área social del piso 51 de la torre Destiny, desde donde se domina prácticamente todo Panamá. Las pizzas casi que fueron lo de menos. Lástima que de noche no se aprecien igual de bien las vistas que hay desde esas alturas. No obstante, fue una bonita estampa para llevarse a la cama. Al día siguiente tocaba madrugar.

Ya estábamos a miércoles. Mitad de semana. El tiempo volaba. Aún así, a las 4:30 am a buen seguro que alguno habría seguido durmiendo un ratito más con mucho gusto. Pero no había tiempo. Los taxis llegarían a las 5 para llevarnos al aeropuerto de Albrook, desde el que parten los vuelos regionales. Poco más tarde de las 5:30 estábamos todos allí ya. Facturamos. La "tarjeta de embarque" parecía un cartón de la tómbola para el perrito piloto. Con semejante cartel numerado me sentí por un momento como la chica de las decenas de millar del sorteo de la ONCE, sólo que ella está mucho más buena.


Mientras esperábamos para embarcar nos inyectamos un poquito de cafeína con un café de Boquete, rico rico. Entre sorbo y sorbo, apareció él. Esos ojos azules, ese porte característico de quien está habituado a surcar los aires, ese acento español... ¿que quién es él? ¿que en qué lugar se enamoró de ti? Pues toda esta historia empezó el sábado por la noche que salimos por Pure, donde conocimos a Pablo, un español que trabaja de piloto en Panamá, y al que sus amigos también habían venido a visitar desde la madre patria. Casualidades de la vida, o no tanto, también iba a llevarles a Bocas del Toro, destino de nuestro viaje.

Al entrar en el avión, de no más de unas 35 plazas y con una hélice en cada motor, comenzaba la segunda parte del viaje. Esa en la que dejábamos atrás la ciudad y nos dirigíamos a la zona más turística del país, donde yo ya había estado pasando Nochevieja y los primeros días del 2010, para centrarnos más en lo que vienen siendo las playas y el Caribe. Unos 45 minutos después de sentarnos, estábamos aterrizando en el aeropuerto de Isla Colón. Al bajar, dos cosas para el recuerdo: el tipo que repartía paraguas al salir del avión (estaba lloviendo) y la cinta transportadora último modelo para el equipaje (una puerta de medio metro cuadrado en la pared por la que iban metiendo las maletas).

En el mismo aeropuerto ya nos asaltaron para ofrecernos los distintos tours para conocer las playas de la isla y alrededores. Como la oferta parecía razonable, dejamos que nos llevaran en taxi al hotel mientras meditábamos el plan para los siguientes días. Tras minuto y medio de trayecto nos plantamos en Las Brisas, nuestro hostal. Subimos a la habitación. Una sola habitación para los 10 (Manel llegaba a la mañana siguiente). Y la terraza...¡qué terraza!


Gracias al madrugón, aún era temprano y el día podía dar mucho de sí. Lo primero, hacer la compra. Al día siguiente, y con motivo de la Semana Santa, el gobierno había declarado día y medio de Ley Seca. Esto es, se prohibía vender bebidas alcohólicas en ningún sitio así como todo tipo de actividades bailables (lo que se traducía en que las discotecas debían cerrar). Por tanto, nos aprovisionamos bien comprando cerveza y ron a cholón.

Hechos los deberes, el siguiente paso era decidir en qué orden haríamos las excursiones para que Manel pudiera disfrutar jueves y viernes de las más guapas. Tras una ardua integral, conseguimos deducir que lo mejor para ese día era un tour que nos llevaría a ver Punta Caracol (unas cabañitas encima del agua muy chulas), la Playa de las Estrellas y la playa de Boca del Drago. Llenamos el cooler todo lo bien que pudimos y nos subimos al bote con nuestro capitán al mando del motor. El cielo no acompañaba mucho (gris y amenazando lluvia), pero nos queda el consuelo de que gracias a eso no nos quemamos más. Primero pasamos por Punta Caracol y de ahí pusimos rumbo a la Playa de las Estrellas. Estrellas de mar no había muchas, pero lo que sí que hubo de sobra fue humor. El show del Toci será recordado por mucho tiempo, en especial su vídeo parodiando "El último superviviente de José Mota". ¡Wonderful! ¡Qué grande Osquitar!


Entre cervecitas y roncitos pasó la mañana muy ricamente, sin parar de reír. Para la hora de comer nos trasladamos a la playa de Boca del Drago, donde había un restaurante de cositas ricas: cangrejo, langosta, gambas...y hasta ensaladas. En el tour estaba previsto también acercarse a ver Isla Pájaros, pero la tormenta que se avecinaba desaconsejó aventurarse por esos lares. Así pues, pusimos pies en polvorosa de regreso a Bocas. Aprovechando las últimas horas de "ley húmeda" hicimos escala en el Aqua Lounge, un garito de madera sobre el mar situado en la costa de enfrente de Bocas. Las cervecitas con la puesta del sol supieron muy ricas.


Con el cielo ya oscuro y alguna estrella asomando tímidamente entre jirones de nubes, iba siendo hora de pensar en recogerse para ducharse e ir a cenar. La terracita donde finalmente nos sentamos tenía muy buena pinta. La cena estuvo bastante buena. El servicio no tanto. De ahí la trifulca final por la propina con las camareras.

Los miércoles había ladies night en el Aqua Lounge, así que allá que fuimos. Aquello estaba hasta la bandera. Mucha gente, mucho calor, mucho gringo de spring break... y el piloto y sus amigos por allí también. Bocas no es muy grande, así que resultaba obvio que nos acabaríamos encontrando por todos lados. Eso aparte de que los españoles tenemos cierta tendencia a juntarnos allá por donde vamos.

A medida que avanzaba la noche y el nivel de alcohol hacía lo propio, los saltos alocados en cada canción hacían temblar el suelo de madera del local. Hasta que pasó... una tabla cedió y un tipo casi acaba en el agua. Poco a poco el punto álgido dio paso al momento de la retirada. Pillamos un bote y en menos de un minuto nos plantamos en el Barco Hundido, la discoteca de Bocas. Aunque aguantamos un buen rato, la música y el ambiente estaban pensados más para gente local que para nosotros.

Destacar esa noche a Anita, que con su fiebre a cuestas, dio el callo y se pegó su fiesta como la que más. Todos conmigo: ¡¡A-na, A-na, Fucker, Fucker!!

¿Y Manel? ¿Habría llegado bien a Panamá? ¿Habría encontrado mi casa? ¿Tendría algún problema al día siguiente con el vuelo a Bocas? No eran ni las 8:30 del jueves cuando ya estaba llamando a la puerta de la habitación para encontrarse con nueve cuerpos que yacían inmóviles en las camas. ¡Qué alegrón! Ya sí que estábamos todos.

A medida que fuimos siendo persona de nuevo, dimos la bienvenida a nuestro newyorker favorito. Para ese día, un nuevo tour aguardaba: la bahía de los delfines, Cayo Coral y Playa Red Frog.

La mecánica, la misma que el día anterior: llenar el cooler y subirse al bote para partir. La primera parada fue en una bahía donde unos pocos delfines asoman sus aletas de vez en cuando mientras una decena de botes repletos de turistas les persiguen para hacer una foto. Una estampa un tanto triste. Por el camino habíamos aprovechado para tirar de repertorio y enseñar al recién llegado las canciones del viaje.

De allí nos dirigimos a Cayo Coral, donde nuestro capitán prometió llevarnos a un lugar especialmente bueno para hacer snorkel. Previamente paramos en el restaurante (una vez más, un chiringuito de madera sobre el agua) donde íbamos a comer para ir pidiendo la comida, que nos tendrían preparada a nuestro regreso: dos de langosta, dos de gambas, dos de langostinos, dos de arroz con marisco, dos de pescado... Hechos los recados, Jorge, nuestro capitán, nos llevó a una roca solitaria en mitad del mar donde ningún otro bote de turistas había fondeado. Ciertamente el coral que vimos está bastante guapo, los colores muy chulos, se veían bancos de pececillos... como única pega, que la profundidad del agua era muy pequeña y había riesgo de chocar con el coral al nadar sobre él. A petición nuestra, fuimos después a otro lugar donde había mayor profundidad y más gente. Si bien era más cómodo y se veían colores muy bonitos, el snorkel no fue tan espectacular.


Tras la paradita para ponernos las botas a marisquito y pescado rico, nos encaminamos a Playa Red Frog. Para llegar a esta playa hay que atravesar una zona de manglares y después caminar durante unos 10 minutos desde el punto donde se encuentra el muelle. La playa debe su nombre a una especie de rana roja diminuta característica de la isla. Resulta muy complicado encontrarlas, por lo que para verlas hay que recurrir a los niños que las llevan guardadas en hojas de árbol para mostrarlas a los turistas. De lo visto en Bocas, ésta es la que más se puede asemejar al concepto de playa que hay en España (extensión grande de arena para tomar el sol, pasear por la orilla, jugar a voley o lo que sea...), salvo por el pequeño detalle de que donde acaba la arena comienza la selva, no el paseo marítimo y los restaurantes.

El día no dio para más y emprendimos el regreso al pueblo de Bocas. Al llegar, a pesar de la ley seca, mientras unos se quedaban echando la siesta, otros nos aventuramos a probar suerte y pedir unos combinados. No encontramos mayor problema para que nos sirvieran. Regresamos a por el resto a la habitación para ir a cenar a un restaurante italiano donde un siciliano se hace cargo de la cocina. Estaba todo riquísimo, pero pedimos tanta cantidad que sobró casi una pizza entera. Tras el atracón, unos a dormir y otros a pasear para bajar la cena. De salir ni hablamos: todos los garitos estaban cerrados por la ley seca.

Y sin comerlo ni beberlo (es un decir), estábamos a viernes. Mientras unos bajaban al chino a por unas galletitas para el camino y otros preparaban la carga del cooler, nuestro bote aguardaba para llevarnos al tercer y último tour. Destino: la isla Cayo Zapatilla.

Fue un viaje largo, de unos 45 minutos en bote. A medio camino hicimos la pertinente parada en otro restaurante sobre el agua para hacer el pedido de la comida. Allí coincidimos con un grupo de españolas que nos encontraríamos esa misma noche. El menú, pues similar al de otros días: pulpo, langosta, gambas, pescado, arroz, patacones...

En el último tramo del trayecto comenzó a llover, diluvió durante unos minutos y volvió a ser lluvia normal. Llegamos a la isla y nos encontramos a todos los turistas de los otros botes resguardados bajo los techos de las dos construcciones que había en la isla. ¿Y nosotros que hicimos? Pues lo lógico en estos casos, servirnos un roncito y bañarnos en el mar, que puestos a mojarse, qué más da cómo. En estas andábamos cuando dejó de llover, cosa que no notamos demasiado. Lo que ya nos afectó más fue cuando la botella de medio galón de ron se secó. Entonces decidimos dar un paseo para conocer la isla. Preciosa la playa, larga como ella sola, con las palmeras al borde de la arena. Y mítica la foto con la cámara apoyada sobre un tronco que no se acabó llevando el mar de puro milagro.


De vuelta hacia el restaurante, una de cánticos populares. Eran cerca de las 4, hora intempestiva para comer por estas latitudes, por lo que estábamos solos en el local. Durante la hora de la siesta empezaron los clásicos "¡Camarero! ¡Una de champiñones!" y similares. Al llegar al embarcadero del hotel algunos nos tiramos al agua desde el bote y nos pusimos a jugar con una pelota cortesía del merchan de María (lo siento, pero no puedo hacer publicidad de Cutty Sark, jajaja). Y por supuesto seguimos con las canciones, alguna dedicada a cierto personaje conocido: "...no seas tan bobo..."

A la hora de la cena hubo división de opiniones y, mientras alguno se quedó durmiendo, el resto cogimos fuerzas. A medianoche terminaba la ley seca, así que esa noche tocaba jarana. Comenzó el carrusel de duchas y copas. Como colofón, un pregunta-peta en la terraza que acabó con todos cantando y dando botes hasta que una de las tablas soltó un chasquido muy sospechoso y decidimos que iba siendo hora de salir. Al parecer, sólo un garito se había decidido a abrir: el Barco Hundido. Así que allá que fuimos. Obviamente, estaba, como diría Hulk, hasta las encerretas de una multitud enfervorecida.


Comenzó a llover, así que todo el mundo se resguardó bajo techo, lo que contribuyó a que hiciera aún más calor. Por entre el personal nos encontramos a un nutrido grupo de españoles que vivían en Costa Rica y estaban allí de vacaciones, al piloto y sus colegas con los que acabamos echando unas risas y a algún que otro panameño ilustre. De cómo se dio la noche habrá que ir preguntando puerta por puerta. Lo que sí es cierto es que esta vez la música fue más bailable y la concurrencia más multinacional que la vez anterior. Con tanto español suelto resonaron cánticos típicos como el "Yo soy español" o el afamado "Alcohol, alcohol..." Los pobres panas flipaban un poquito... Las canciones siguieron en la calle con el garito cerrando, hasta que la policía apareció para poner un poco de orden y no tuvimos más remedio que retirarnos a nuestros aposentos. La última noche en Bocas llegó a su fin.

El sábado era el día de la contrarreloj por equipos en la vuelta a Panamá. Estaba previsto que aterrizáramos en el aeropuerto de Albrook a las 17:45 y a las 19:30 teníamos que estar en el de Tocumen, previa recogida del coche de alquiler y de las maletas, para que el grueso del equipo partiera de regreso a España. Eso nos dejaba una mañana en Bocas bastante tranquila para hacer alguna comprilla de recuerdos para los seres queridos, así como tiempo suficiente para un último espectáculo: el show de Javiti y las sillas a 8 pavos. "Y la y la y la lié, oh, oh, oh Y la y la lié..."

Nos sentamos a comer en un restaurante donde el camarero era un negro del tamaño de mi armario y el tiempo que tardaron en servirnos fue directamente proporcional a lo bueno que estaba todo. Todo ello amenizado con un debate sobre la coyuntura político-económica en nuestro querido país.

Sin tiempo para más, volvimos a tiempos del trueque para negociar un transporte hasta el aeropuerto a cambio de las cervezas que compramos el primer día y que nos habían sobrado. Afortunadamente el avión despegó sin retrasos y llegamos a Albrook sobre el horario previsto. Tras el exhaustivo control de inmigración (un tipo apoyado en un poste que revisaba el pasaporte) recogimos equipaje y nos dividimos en taxis para las distintas tareas. Recogida la furgonetilla, la cargamos con todas las maletas de los 7 magníficos que partían esa noche.

Todo fue sobre ruedas y nos plantamos en el aeropuerto de Tocumen con tiempo de sobra. Después de la facturación nos sentamos en la cafetería alrededor de las últimas Balboas. Hora de despedidas. Era el final de un viaje que difícilmente se nos olvidará y que terminó con la tónica general, unos a un lado del control de seguridad y Manel, Anita y yo del otro, al son de "El ca-ballo camina p'alante el caballo camina p'atrás..." mientras los guardias del control nos miraban y no podían parar de reír.

Con un poco de nostalgia en el corazón, los tres mosqueteros nos dimos media vuelta de camino hacia la ciudad de nuevo. Era sábado y su última noche en Panamá, así que habría que salir. Después de una cenita en el ya mítico Bennigan´s nos pasamos por calle Uruguay, pero tristemente los efectos de las vacaciones de Semana Santa saltaban a la vista: garitos cerrados, poca gente por la calle... vamos, que no había ni Perry. Aun así nos tomamos una copa en la terracita del Café Uruguay para aprovechar el paseo.

El domingo comenzó temprano. Manel tenía que estar en el aeropuerto a las 8, así que tocó madrugar. Una despedida más. Queda pendiente hacer una visita al newyorker. Ya sólo quedábamos Anita y yo. Como su vuelo de regreso era por la noche, decidimos ir a desayunar mientras pensábamos cómo aprovechar el día.

La cesta francesa del Petit Paris fue un buen reconstituyente para coger fuerzas: croissant o napolitana, pan con mantequilla y mermelada, zumo y café. Además deberían habernos servido una pequeña tarrina de yogur con frutos secos, pero parece que se les había terminado. Entre bocado y bocado planeamos qué hacer. Finalmente decidimos lanzarnos a la aventura e intentar llegar al Parque Metropolitano, un bosque enorme que está situado casi dentro de la misma ciudad. Lo encontramos. Obviamente, apenas nos dio para recorrer un pequeño sendero y hacernos una idea de lo que es aquello, pero tenía buena pinta. De allí nos fuimos a las tiendas del Causeway donde Ana pudo comprar algunos souvenirs. Comimos por allá y por la tarde ya regresamos a casa para que hiciera su maleta.

Un nuevo viaje camino del aeropuerto. El último de unos cuantos que llevaba en esa semana. Una última despedida. Esta vez coincidimos en Tocumen con Víctor, que iba a acompañar a su novia. La pobre, después de aguantar el tremendo jaleo de mis visitas, también regresaba a España con unos zapatos de más (gracias Mónica). Llegó la hora de que Ana embarcara. Mientras la veía alejarse en dirección a la puerta que le correspondía me di cuenta de que el salón de casa se había quedado nuevamente vacío...

P.S.: Gracias a todos los que hicisteis posible este viaje. Sé que tengo actualizar la entrada con fotos. Pero hoy... hoy no. Mañana ;)

martes, 2 de marzo de 2010

Hacer turismo está sobrevalorado, o non-stop party en Miami

Tras una semana por la tierra patria pasando frío y retomando las buenas costumbres del tapeo, el cañeo y el copeo, viendo a mi querido Atleti dar una de las grandes alegrías del año a sus sufridos seguidores y compartiendo las horas con la gente que echo de menos, por fin ha llegado la primera incursión en territorio americano.

Y el resultado no podría haber sido mejor. ¿El destino? Miami, o la ciudad del acuífero.

Ha sido un finde intenso. El viernes por la tarde aterrizaba la expedición panameña en suelo estadounidense. Tres integrantes: Mar, Nacho y yo. En esta ocasión nos dejamos al cuarto mosquetero, si bien nos acordamos mucho de él. Tras pasar los múltiples controles de todo tipo en el aeropuerto, pillamos un taxi con dirección a casa de Rebeca en Miami Beach. El poco tiempo que estuvimos en la calle ya nos llamó algo la atención: ¡¿desde cuándo hace frío en Miami?!

Tras instalarnos en su casa y hacer las pertinentes presentaciones, una duchita y a cenar. En el restaurante conocimos a unos pocos españoles más afincados en la ciudad, así como a una de las becarias de Washington. La ensalada que me pedí no tiene precio a la hora de guardar la línea: un lecho de lechuga sobre una base de patatas fritas, tomates cherrys y todo ello coronado con un filetaco troceado que estaba de cine.

De allí nos movimos a la casa de otro español (aún sigo preguntándome cuál de todos los que estaban allí era el que vivía en el piso) para empezar a regar el cuerpo por dentro. Al parecer las buenas costumbres piratas han llegado hasta Miami y corrió el ron con alegría entre la numerosa tripulación que se había congregado en cubierta, o lo que es lo mismo, la pedazo de tropa de más de 50 españoles que había allí poniéndose tibios. Y es que la primera sensación que nos transmitió esa estampa es que la vida del becario miameño es como un Erasmus, jajaja

Cuando el alcohol empezó a escasear fue hora de ir a algún garito. Acabamos en uno con música de un estilo desconocido para mí (¿rock? ¿indie?), pero que con las copas y la nutrida y animada compañía que llevábamos se convirtió en perfectamente adecuada para pasarlo bien mientras bailábamos o aprovechábamos para conversar con algunos de los españoles miameños.

Finalmente las luces se encendieron y un negro enorme nos invitó amablemente a abandonar el local mientras nos arrimaba su crecido vientre.

En la mañana del sábado había puestas grandes expectativas: era el gran día, el día de la fiesta en el catamarán. Lamentablemente, el día amaneció nublado. Pintaban bastos. Aún así nos preparamos y nos fuimos a desayunar a una terracita de Miami Beach para coger fuerzas. Buena ración de huevos nos metimos entre pecho y espalda. Después de que la camarera calculara la integral triple de cómo cobrar 40 dólares en una tarjeta y 20 en otra (sí, el desayuno era caro y no, la cuenta no era tan difícil) y aun así equivocarse, pusimos rumbo al embarcadero mientras mirábamos de reojo al cielo.


Tras un largo rato esperando y deliberando sobre la mejor opción, se decidió aplazar la salida del catamarán al domingo, día para el que el pronóstico anunciaba mejores condiciones climatológicas. ¿Y qué hacer entonces? Pero la organización del evento enseguida apareció con una solución: "¡Vamos a mi casa!" Afortunadamente sólo nos apuntamos al plan un pequeño grupo de los cerca de 100 españoles citados para el catamarán (sí, sí, 100 españoles). Eso sí, ¡menudo planazo! Resulta que los organizadores vivían en un pedazo de edificio que parecía un hotel, con un jardín que parecía un parque, con tienda dentro del edificio y con dos jacuzzis y una piscina con unas vistas del mar y de Miami acojonantes.

Soplaba un viento un tanto fresco, estaba nublado y llevaba jersey. Pero tras pensármelo un rato, acabé en el jacuzzi con los demás. ¡Ay omá, qué rico! El agua calentita, las burbujitas...y por supuesto un ron en la mano. Empezó a llover... ¿y a quién le importa eso en un jacuzzi en Miami? Llegaron las hamburguesas que habíamos pedido... pero qué bien se estaba en el jacuzzi, la hamburguesa podía esperar. Como la lluvia arreciaba, nuestro anfitrión propuso subir a su casa (con lo a gusto que estaba yo en el jacuzzi...). Allí se improvisó una fiesta (música, ron, gente animada, un Twister...) en un apartamento de no sé qué piso con unas vistas de Miami Beach bastante guapas. Ni el arco iris se lo quiso perder.

Cuando se fue el sol, iba siendo hora de pensar en recogerse cada mochuelo a su olivo para una duchita y aprestarse a salir again. Tuvimos algunas bajas por el camino, así que tuvimos que echar Nacho y yo un mano a mano. Nos juntamos con unos cuantos españoles del grupo miameño para ir a un garito sin ningún tipo de glamour, de música indefinida (en este caso no sé si la conocía o no, simplemente no la recuerdo muy bien), pero divertido. Fue una noche con varias anécdotas, unas cuantas rondas y algún que otro chol in. Una vez más, tuvieron que encender las luces para que nos marcháramos a casa.

El domingo por fin amaneció soleado, aunque frío. Sin tiempo más que para comprar algo de alcohol y unas galletas que asentaran un poco el estómago, rumbo al embarcadero una vez más. Poco a poco fueron apareciendo nuevamente los 100 españoles que íbamos a participar del evento. Al haber llegado pronto, pudimos escoger barco: el Great White. Metimos la bebida en los congeladores y empezamos a movernos al ritmo de la música del dj de a bordo con la primera cervecita del día. No se hizo esperar la primera baja del día (móvil al agua), pero afortunadamente no hubo ninguna más.

Navegamos por entre islitas y enormes cruceros hasta llegar a un pequeño islote cubierto de palmeras donde echamos el ancla. Allá estuvimos, copa va copa viene, con la musiquita y el buen rollo. ¡Chooolujo! (o lo que es lo mismo, mucho lujo;)

El tiempo pasó volando. A la isla fueron llegando pequeñas embarcaciones que querían estar cerca de semejante fiestón. A media tarde emprendimos la vuelta. Los efectos del alcohol se dejaron notar y todo el mundo bailaba barco arriba barco abajo. ¡Un fiestón!

Se podría pensar que con esto el expediente del domingo estaba cubierto, ¡pero no! Nos montamos en el descapotable de Pedro (junto con Barce, el núcleo duro de la organización: mil gracias chicos) para ir a un restaurante español: La Giralda. Casualidades de la vida, el domingo 28 de febrero coincidió con la fiesta del día de Andalucía y había rebujito a cholón, sevillanas, un tipo con una guitarra... y claro, con tanto español, se armó la marimorena. Palmas por aquí, bailes por allá, hubo quien se arrancó a cantar incluso. Un colofón a un domingo muy grande.

De allí fuimos a casa, ducha y salimos a cenar a un cubano de por allí cerquita. Alguien habló de una Full Moon Party en la playa, pero las pilas no daban para mucho más.

Fue un finde increíble. ¿Que cómo es Miami? Ni idea. ¿Qué he visto de Miami? Nada. ¿Que si volvería? No sé ni por qué me fui.

P.S.: Mil gracias Rebe, a ti y a toda la gente de Miami

sábado, 13 de febrero de 2010

Llegando está el carnaval...

He titulado esta entrada recurriendo a uno de los títulos que uno de los grandes cantautores de los últimos tiempos -obviamente, me estoy refiriendo a King Áfricay su "Humauqueño"- contribuyó a popularizar hace ya algunos años. Y he elegido esta frase porque representa un poco el ambiente que se respira en todo Panamá. La gente lleva aguardando el carnaval como agua de mayo desde que terminaron las Navidades.

El carnaval en Panamá es una semana en la que se desata la fiesta y la locura, las reinas al más puro estilo tinerfeño lucen sus preciosos trajes, las murgas se encargan de poner el ritmo... y por supuesto corre el guaro (alcohol en general, de cualquier clase) por doquier y las hormonas se disparan a niveles insospechados.

Lamentablemente por un lado, no estaré aquí para vivir el carnaval en todo su apogeo. Afortunadamente por otro, mientras escribo estas líneas mi escaso equipaje (para tan largo viaje) aguarda paciente las horas que me quedan para volver a la tierra patria y compartir unos días con mi gente más querida.

Para resarcirme por mi ausencia en tan señalada fecha para cualquier panameño, el miércoles acudí a una fiesta de máscaras. En las fotos se puede apreciar el atuendo y la evolución de la noche...